La Sabiduría al fondo del Vaso

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Se conocían desde chiquitos. Tan chiquitos, que ni siquiera recordaban haberse hecho amigos formalmente. Siempre habían estado en la vida del otro. En cada cumpleaños, en cada recreo de la escuela, en cada vacación de verano. Llevaban tanto tiempo de amistad, que sus personalidades habían llegado a complementarse. Joaquín era alocado, no pensaba dos veces las cosas antes de hacerlas, soñaba constantemente con los ojos abiertos, se enamoraba profundamente, como si nunca se fuera a enamorar de nuevo, vivía como si tuviera un reloj marcándole los minutos. Alina era correcta la mayoría del tiempo, hacía sus tareas a tiempo, no se permitía enamorarse demasiado seguido, y pensaba que soñar era para aquellos que no saben lo que quieren en la vida. Joaquín se encargaba de colorear su vida fuera de las líneas, allí donde ella no se atrevía a ir. Alina hacía obras maestras de los garabatos que él iba dibujando por toda la hoja.

Esa noche, sin embargo, cada uno olvidó el rol que tenía en la vida del otro. Se olvidaron, incluso, del rol que tenían asignado en sus propias vidas. Él, se había dejado romper el corazón. Ella, se había dejado enamorar por la persona menos indicada. Ambos, debo añadir, se habían escapado de sus casas para asistir a una fiesta en día de semana. En cuanto llegaron, percibieron la facilidad con la que el alcohol pasaba de mano en mano, las risas subían de volumen, y las personas se veían más y más amontonadas debido a que no paraba de llegar gente. Dado que ya habían perdido el mapa, el camino y la brújula, decidieron que ya no podían estar más perdidos que eso y trataron de olvidar aún más. Sus nombres, sus responsabilidades, los límites que tenían.

Cuando Alina sintió que sus pies ya no podían sostenerla, se encaminó trastabillando hasta la puerta de entrada. Las luces de colores estridentes la estaban cegando, la música le comenzaba a martillear la cabeza, y tenía el estómago algo revuelto ya. Sin soltar la botella que sostenía en sus manos, y riéndose de su propia torpeza, logró salir de la maraña de personas que la rodeaba. Caminó un poco por el jardín delantero, sin percatarse de las personas que allí se encontraban ni de sus estados, y se dejó caer en el borde de la vereda, junto a una cabellera que reconocería a pesar de haber bebido como si el mañana no existiera.

-Esto es una mierda-comentó ella, mientras ponía a contra luz su botella, tratando de ver cuánto de cerveza quedaba en ella.

La música podía escucharse hasta allí, así como los gritos y las risas. Horas atrás, le había parecido el mejor lugar del mundo, divertido e inofensivo. Ahora, con la cabeza embotada, los ruidos que provenían de ella se distorsionaban y la asustaban un poco. Parecía una pesadilla.

-¿Cómo dices?-le contestó él, saliendo de una ensoñación tortuosa.

Cambió la botella con el líquido de color oscuro de mano, y le dio un buen trago. La cabeza le pesaba, y estaba requiriendo de todas sus fuerzas para no echarse a dormir allí mismo. Era consciente de la chica que tenía al lado, su mejor amiga, y aunque le doliera tenerla junto a él, no pensaba dejarla sola.

-Esto es una mierda-repitió, e imitó la acción de su compañero de escalón. Ambos sufrían en silencio, ambos morían en soledad.

-¿Puedes creer que lo ame? ¿A él, que ya ama a alguien más?-lanzó ella al aire, mirando el cielo en búsqueda de estrellas. Aunque no las encontró.

Su amigo la conocía como la palma de su mano, pero lamentablemente, no podía leer sus pensamientos. Si así fuera, todo hubiera sido más sencillo. Tragándose los vidrios rotos de su corazón al escucharla hablar, volvió a beber.

-¿Puedes creer que la ame? ¿A ella, que es mi mejor amiga?-dijo él, terminando la oración con una risa áspera y sin humor.

Fue una declaración algo rara, inesperada y llena de dolor, ira y sentimientos reprimidos. Sus voces estaban rotas, no escuchaban realmente la respuesta del otro, sino el sufrimiento que emanaba de ella. Ambos continuaron bebiendo un rato más, en completo silencio. Ambos, intentaban que sus sentimientos no treparan por sus gargantas y los ahogaran.

-Uno no elige de quien se enamora-soltó ella.

-Enamorarse implica elegir que te rompan el corazón todos los días, y aun así volver a entregarle los fragmentos a esa persona-la secundó él.

-Enamorarse es un salto al vacío, con caída dolorosa y todo.

-Amén-chocaron los picos de las botellas, y les dieron un último trago.

Alina la dejó a un costado, ya vacía, y abandonada en la calle. Joaquín, en cambio, la arrojó. El ruido del vidrio hacerse añicos casi no se pudo escuchar por sobre la música que salía de la casa, pero sí que quedó retumbando dentro de ellos.

Entonces, él la miró. Observó su perfil en detalle, los cabellos que se escapaban de su recogido, el maquillaje oscuro que descendía desde sus párpados por sus mejillas, los labios pintados de carmín, y las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y no se decidían a caer. Fijó en sus retinas el rostro de la chica que lo había llevado a la locura, la forma en que se saltaba el esmalte de uñas sin darse cuenta, o como fruncía la nariz cada tanto. Él siempre la había admirado desde la lejanía, pensando que era demasiado para él. Pero, en ese momento, la encontró más hermosa que nunca, más humana, más cercana al desastre que era él. Entrelazó sus dedos, y ambos sintieron algo. Algo diferente al dolor. 

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now