Nunca Solos

3 1 0
                                    

La pequeña niña de piel color porcelana y negros cabellos corría velozmente sobre sus descalzos pies a través del frondoso bosque. Aquel acontecimiento solo sucedía una vez cada varios años, y era muy esperado. Se desplazaba ligeramente, cual pluma siendo arrastrada por el viento.

De todas formas, no era la única en aquel lugar que estaba tan impaciente. Los pájaros salían de sus nidos, los conejos saltaban de sus madrigueras y los ciervos corrían junto a la pequeña.

Esta se detuvo a la orilla de un río, y se sentó en una piedra, como en cualquier día que quisiese ir a nadar. Pero no era cualquier río, y no era cualquier día. Poco a poco, todos los animales del bosque fueron apareciendo. Se ubicaron en la orilla del río, como si se tratase de una función. En cierto modo, si lo era.

Lentamente, las flores de los árboles a su alrededor comenzaron a florecer. Cambiaban de color, hasta decidirse por uno. Los pétalos se desprendían, siendo arrastrados por la brisa primaveral. Algunos caían al río, iluminando las aguas de distintos tonos. Los peces saltaban, deleitándose con tal magnífica situación. La niña lo observaba encantada, sintiendo que algo crecía en su interior. Su corazón también florecía, y sus pétalos era repartidos en todos los animales de aquel bosque.

Ella era el corazón del mismo. Cientos de años atrás, cuando el mundo aún era joven, ella surgió de las aguas. Al caminar por primera vez a través del bosque, las hojas de los árboles la habían vestido. Las ramas le habían peinado el cabello y las flores la habían coronado. Todos los animales le habían dado la bienvenida. Mientras ella estuviera a con vida, el bosque sobreviviría. El lucharía por mantener a su reina a salvo.

El sol comenzaba a declinar. La joven se paró de su piedra y se adentró nuevamente en el bosque. Arribó a un claro, donde la esperaban los animales más antiguos. A cada paso que daba, sufría diversas transformaciones. Sus rasgos se hacían más definidos, sus caderas más marcadas. Aumentaba su estatura. Ella había crecido, ahora era una muchacha joven, fuerte y hermosa. Avanzó un paso, y esperó a que los animales se acercaran. Uno a uno, ella tocó sus cabezas, bendiciéndolos. Acunaba a los recién nacidos y besaba a los más pequeños.

Momentos más tardes, los animales comenzaron a retirarse. La oscuridad fue completa. Ella se sentó en la rama de un árbol, para esperar a los espíritus, al igual que cada noche. Cada vez que moría un animal, su espíritu pasaba a formar parte del bosque, pero antes debía ser bendecido por ella.

Meciendo sus piernas, comenzó a adormecerse. Sus párpados eran cada vez más pasados, su respiración se hacía lenta y constante. Los pájaros que pasaban por ahí le decían que no se durmiese, mas no los escuchaba. El sueño era insistente, y ella no tenía intención de detenerlo.

De repente, un grito desgarrador y agonizante la sacó de su ensueño. Saltó ágilmente del árbol en que se encontraba y comenzó a correr en dirección a los lamentos. La sangre bombeaba en sus oídos a cada paso que daba.

Llegó donde un grupo de hombres con antorchas se encontraban. Distinguió a quien sería el nuevo espíritu como el dueño de los quejidos. Uno de los hombres lo había herido, y harían los mismo con los demás si no los detenía. Salto hasta interponerse con uno de los hombres y el espíritu más antiguo. Los ojos color hierba se encontraron con los negros de aquel ser. Su mirada se tranquilizó al ver a la joven de finos rasgos. Con un ademán, les indicó a los demás que no hirieran a ningún otro espíritu.

Ella notó que vestían pesadas ropas negras. No entendía tan necesidad, ella solo llevaba su fino vestido de hojas y enredaderas. Le permitía nadar en el río, era fresco en verano y caliente en invierno.

Lentamente, tocó la capa del hombre que tenía frente a ella, quien la observaba detenidamente. Era gruesa, y muy pesada. Desplazó sus dedos unos centímetros, hasta llegar a la altura del pecho. En cuanto sus dedos sintieron los latidos del corazón del hombre, pequeñas descargas eléctricas se enviaron a través de sus delicados dedos. Alejó rápidamente la mano, asustada por aquella reacción. Pero no se puede decir que el hombre no sufrió ninguna. El tacto de ella era suave, pequeño, y contenía una gran fuerza dentro. Su corazón se detuvo en cuanto lo tocó. Sin embargo, no se apartó. Le sería imposible estar lejos de ella, ahora que la conocía.

Con cuidado de no asustarla, este habló.

-¿Cómo te llamas?-preguntó suavemente.

Ella entendía a la perfección el idioma de los hombres, más nunca había usado su vos para otra cosa que no fuera cantar. No lo necesitaba, los animales la comprendía sin la necesidad del habla. ¿Nombre? Ella no tenía nombre. Ella era el bosque, y el bosque era ella. Pensó largamente su respuesta, hasta encontrar una palabra que significara todo lo que ella era.

-Vida-musitó, tan suave que solo fue audible para el hombre. Su voz era fina y delicada, como las flores que adornaban sus cabellos.

-¿Vives aquí?- continuó él.

Vida asintió levemente. Los hombres que se encontraban detrás de su interlocutor la miraban con deseo, y con promesas de amenaza. Eran intimidantes ya que, por más rápida y fuerte que sea, ellos lo eran más.

-Mi nombre es Digory. Ellos son mis soldados. No te haremos daño.-le aseguró. Acto seguido cortó una flor silvestre para regalarle a la hermosa criatura que sus ojos tenían enfrente. Sin embargo, fue una mala idea. Vida se dobló de dolor al sentir la muerte de la flor. Preocupado, el hombre intentó acercársele, mas ella se alejó con lágrimas en los ojos, asustada.

Descuidado por la situación, uno de los soldados acercó mucho la antorcha a los matorrales, provocando un incendio. El dolor se le hacía insoportable, se abrazó a si misma, hecha un ovillo en el suelo, rogando por que parase. Su vista se hacía difusa, y las lágrimas bañaban sus perladas mejillas. Comprendiendo la situación, los hombres intentaron apagar el incendio, mas solo lo empeoraron. El cielo comenzó a nublarse, con nubes cargadas de agua. Llovió torrencialmente durante horas y horas, hasta que el fuego se detuvo.

Al día siguiente, el hombre que se había presentado como Digory volvió al bosque. Preocupado por la joven, no había pegado ojo en toda la noche. En todo lo que podía pensar era en su mirada, tan dulce, siendo atormentada por el más horrible de los dolores.

Cuando encontró el claro en que la había visto la noche anterior, se encontró con una pequeña de piel color porcelana y negros cabellos, acurrucada a los pies de un árbol. Sus brazos mostraban feas quemaduras, que curaban lentamente al ritmo de su respiración. Se sentó junto a ella, en silencio. Con cuidado de no despertarla, corrió unos mechones que caían sobre su rostro, suaves como la seda. La pequeña abrió los ojos lentamente, y se incorporó, sin apartar la mirada del hombre. Se puso en pie, lo tomó de la mano, y lo condujo a través del bosque. Los árboles se inclinaban sobre Digory, arrancándole sus pesadas ropas y vistiéndolo con hojas y enredaderas, al igual que antaño habían hecho con la niña. Los negros cabellos de él cayeron desordenadamente sobre su frente, y sus ojos se volvieron de color verde, como la hierba. A cada paso que daba, sufría una transformación. Fue perdiendo altura, sus rasgos se suavizaron, su mirada se volvió juguetona y su alma joven otra vez.

Cuando llegaron a la orilla del río, ambos se arrodillaron. Ella tocó la frente del niño, haciendo que este experimentara cientos de nuevas sensaciones. Podía oír absolutamente todo lo que había en el bosque, desde un batir de alas, hasta las flores creciendo. Sus latidos se multiplicaron, sintiendo la vida de todos los animales fluir por sus venas. Sus ojos fueron capaces de percibir cualquier movimiento, cualquier cambio. Giró su rostro, y se encontró con la mirada de la niña, que lo observaba sonriente. Era la primera vez que la veía, y pensó que era hermosa.

-¿Cómo te llamas?-preguntó él.

-Vida- contestó ella.

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now