Tik Tok, el tren ya pasó

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La alarma. Ya apagué tres veces la alarma. A las patadas me saqué las sábanas de encima, y de un saltito me calcé las pantuflas. Una colita que reposaba en mi mesita de luz me ayudó a acomodar la melena de león que no tenía tiempo de peinar, y un paquete de galletitas de chips de chocolate suplieron mi desayuno casi a la perfección.

Me senté en mi escritorio, prendí la radio de forma automática, y me puse a trabajar. Solo tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos. Abrí la tapa de la computadora, prendí el mouse inalámbrico, y cerré los ojos con fuerza hasta que vi estrellitas. Muy bien, tenía que terminarlo. Tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos.

Los dedos volaban sobre el teclado. El tik y el tak de las teclas siendo golpeadas por mis yemas se mezclaban con el tik y el tok del reloj que tenía colgado de la pared. Tipiaba tan rápido que a veces me olvidaba de letras, o no ponía los espacios, por lo que tenía que volver atrás, dejar eso corregido, y seguir. Cualquier cosa que pasaba por mi mente era rápidamente plasmada en la pantalla. De tanto en tanto, miraba las anotaciones que había hecho la noche anterior. Algunas las tenía en cuenta, otras no. Tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos.

Mi celular no dejaba de vibrar, mensajes y notificaciones entraban constantemente. No pude leer ninguno. Sabía que tomar el aparatito para contestar todos esos mensajes llevaría a meterme en conversaciones, y no tenía tiempo. Tenía que terminar aquello. Escribir, escribir, corregir y seguir vaciando mi cabeza. Ya ni siquiera escuchaba a la radio, sabía que estaba prendida porque a mis oídos llegaban sonidos difusos, pero no puedo recordar ninguna de las canciones que iban pasando. Tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos.

Blanco. En un momento, todo se volvió blanco. Tenía las imágenes proyectándose en mi cabeza como una película, pero no encontraba las palabras. Como si me hubiera olvidado de cómo escribir. Todo se fue en un instante. Desesperada, intentaba agarrar las imágenes con las puntas de los dedos para no perderlas, pero cada vez se me hacía más difícil y las palabras no parecían querer aparecer. Las corrí por toda mi cabeza, a veces parecía perderlas cuando doblaban una esquina, pero pronto volvía a verlas y seguía corriendo. ¿Dónde se habían metido las palabras? Eran tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos.

De un momento al otro, me encontraba parada en frente de un precipicio, observando como a las imágenes se las llevaba el viento. Lejos, fuera de mi alcance. Volví a cerrar los ojos, sintiendo como las lágrimas pujaban por salir de mis lagrimales. Apreté y apreté los párpados, pero las estrellitas ya no aparecían. Como si alguien hubiera cortado la corriente al cielo. Sintiendo como la desesperación comenzaba a subirme por la garganta, intenté tranquilizarme. Pero no funcionaba. Ni siquiera intentar distraerme con la radio o el vibrar del celular funcionaba. Así que me resigné a ese sentimiento, sucumbí a la desesperación. Dejé de trabar los músculos, y permití que mi pecho se sacudiera con los sollozos. ¿Hace cuánto que no lloraba? Ya ni podía recordar cuándo había sido la última vez que había llorado. Dejé que se me empaparan las mejillas con agua salada, dejé que mis pestañas se volvieran pesadas y que me goteara la nariz. Todavía no me había quedado sin lágrimas, que algo extraño sucedió. Un punto blanco apareció en la oscuridad. Así como ese, le siguió otro, y otro, y otro... Hasta que todas las estrellitas estuvieron en su lugar otra vez. Sorbí los mocos y una sonrisa pequeñita se formó en mi rostro. Al igual que las estrellas, las palabras regresaron, y me sorprendí al darme cuenta de que no había perdido las imágenes, sino que estaban esperándome al final del camino, listas para que las dejara salir y las volviera una hermosa historia.

Abrí los ojos, y tardé unos segundos en acomodarme a la claridad. Tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos. Uy, cierto. Sin esperar ni un solo segundo más, volví a posicionar los dedos sobre el teclado y, a toda prisa, me puse a escribir. Una a una, las imágenes se iban volviendo difusas en mi cabeza y pasaban a tomar forma en la pantalla. A medida que escribía, la sonrisa que al principio había sido pequeñita, comenzó a ampliarse. Tanto, que para cuando llegué al final, me dolían las mejillas de tanto estirar las comisuras.

Tres horas, solo tres horas. Mandé todo a imprimir, y salí corriendo para mi cuarto de nuevo. Resbalé con la alfombra y me llevé puesto al gato, le pedí disculpas a ambos y me cambié a los apurones. Me enredé con las mangas de la remera, y me la tuve que sacar y volver a poner. Tres horas, solo tres horas. Me puse los zapatos, y me olvidé las medias. Pero no me los saque porque ya había atado los cordones. Tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos.

Metí todos los papeles en un sobre color madera, lo cerré y manotee las llaves. Bajé corriendo las escaleras porque mi ansiedad me hubiera vuelto loca si hubiera querido esperar al ascensor. Abrí la puerta y casi tiro a una mujer mayor que iba entrando. Me disculpé (o eso creo) y corrí como una loca por las calles. Empujé personas, perros y hasta puestitos callejeros. Tres horas, solo tres horas. Ni más, ni menos.

Cuando llegué al lugar de recepción de obras, había una cola gigante en frente de mí. Nerviosa, me posicioné atrás de la última persona de la fila, y comencé a mirar mi reloj de muñeca cada dos segundos. Tik Tok, mi reloj. Tik Tak, la recepcionista ingresando datos en una computadora. Tum Tum, mi corazón a punto de salirse de mi pecho.

Ojalá me recibieran los papeles pronto, porque estaba a punto de ver estrellitas.

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now