Tornillos Sueltos

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¿Cuánto tiempo pasó ya? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres, cuatro? Me voy a volver parte de la silla en cualquier momento. Me duelen los ojos de tener la vista fijada. Los hombros de estar encorvado. Las puntas de los dedos de comerme las uñas. El cuero cabelludo de tirarme del pelo. ¿Cuánto tiempo pasó ya? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres, cuatro?

Tomé una de las piezas, decidido a acabar con todo aquel sin sentido de una vez por todas. La miré de distintos ángulos. La reconocía a la perfección, hasta mejor que la palma de mi mano. La podía dibujar hasta con los ojos cerrados. El tren de engranajes. Pronuncié esas palabras en mi cabeza, luego en voz alta. Lo deletree de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda. Lo dije tantas veces, que acabó por perder el sentido. Le di vueltas a la pieza entre mis dedos. La miré hasta que me ardieron los ojos y me punzó la cabeza. "Tal vez, si trato de ponerla en algún lugar, me voy a dar cuenta de dónde va", me dije. Me traté de convencer. Pero no hubo forma. Traté de acomodar la pieza de distintas maneras, y no me daba cuenta. ¿Cuánto tiempo pasó ya? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres, cuatro?

Hace más de treinta años que armo relojes. "Y un día me despierto, y resulta que ya no sé cómo armar un reloj. Porque eso tiene mucho sentido, claro". Enojado conmigo mismo, dejé la pieza en su lugar, me saqué los lentes y me refregué los ojos con las manos repetidamente. Armé la mitad del reloj, y la mente me quedó en blanco. "Más bien en negro. No puedo ver absolutamente nada. No puedo pensar. ¡No puedo armar el reloj!"

Una mano delicada se posó sobre mi hombro, los ojos de mi mujer encontraron los míos. Me perdí entre sus orbes verdes, de la misma manera en que me perdía cuando éramos más jóvenes y menos achacados por la edad. Me sonrió con dulzura, y tomó la pieza que aún tenía apretada entre mis dedos índice y gordo. Le dio tres vueltas completas entre sus manos, la volvió a dejar sobre la mesa y con un beso sobre mi cabeza, se fue hacia la cocina. Me quedé ahí, quieto, disfrutando todavía de la sensación cálida que su mano había dejado sobre mi hombro. Dejé que los latidos de mi corazón corrieran desbocados un rato, que gritaran su nombre para ver si volvía.

Cuando abrí los ojos, lo primero que miré fue la pieza que descansaba sobre el escritorio. Si la observaba demasiado, hasta podía sentir como se burlaba de mí. Como se reía del viejo al que le estaba empezando a funcionar mal la memoria. La volví a agarrar, y repetí la acción de mi esposa. Tres vueltas le di entre los dedos. A la primera, no sucedió nada. Un poco molesto, le di una segunda vuelta. Nada tampoco. "Parezco un nene chiquito, que como no sabe qué hacer con la pieza, juega".

"Bueno", me dije, "La tercera es la vencida" Le di una vuelta más. Pero nada. Nada de nada. Frustrado y enojado conmigo mismo, la tiré de mala gana sobre el escritorio y me paré. Agarré el bastón que había dejado reposado sobre el sillón más cercano, y caminé despacio hasta la cocina. La casa estaba tan silenciosa, que se podían escuchan mis pantuflas siendo arrastradas por el piso de madera. Ya ni podía levantar bien los pies para caminar.

Mi mujer estaba entretenida con su tejido, sentadita cerca del horno para calentarse la espalda con la llama de la hornalla, mientras calentaba agua para unos mates. Tenía los anteojos colgando de la punta de la nariz, y cada tanto se los acomodaba de un golpecito con los dedos. Levantó los ojos cuando me sintió llegar, y me sonrió. Dejó las agujas sobre su falda, y con un par de señas cortas me preguntó si yo también iba a querer unos mates. Con la mano vacía, le dije que sí, y me fui hasta la alacena por la yerba. Dejé todo preparado y me senté en frente de ella en la mesa, con las manos cruzadas sobre las piernas me puse a mirar el techo. Solo se escuchaban las agujas tintinear unas contra las otras, y el agua a punto de hervir.

¿Cuánto tiempo pasó ya? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres, cuatro? Tomamos mates toda la tarde, y después ella se fue a recostar porque le dolía la espalda. Me dio un beso antes. Nunca me dejaba sin antes darme un beso. O una caricia suave. No sé qué tipo de magia guardaba dentro de ella, pero luego no podía sacarla de mi cabeza hasta que nos volvíamos a encontrar. Como si sólo pudiera sentirme bien estando cerca de ella. Cuando éramos jóvenes pensaba que era porque estaba enamorado, y que con el tiempo sucedería como con mis padres: no dejaría de amarla, pero me acostumbraría tanto a tenerla cerca que ya no me saltaría el corazón de la alegría al sentir su tacto o al besar sus labios. Pero no sucedió nada de eso. Alrededor de ella, me seguía sintiendo como un adolescente. Seguía sintiendo todo eso que me hizo sentir la primera vez que nos vimos.

¿Cuánto tiempo pasó ya? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres, cuatro? No sé, pero cuando comenzó a ponerse oscuro, me fui de la cocina y entré en la pieza. Iba a levantarla para ver si quería cenar algo. Nos había quedado sopa en el frízer de la noche anterior. Cuando entré, las cortinas estaban corridas, por lo que entraba luz de la calle. Nada más mirar la cama, sentí cómo se me aflojaban las rodillas. De no ser por el bastón, probablemente me hubiera caído. Estaba sonriendo. Todas sus facciones estaban relajadas, en paz. Ya no más dolores de espalda. Ya no más arrugar el ceño para enfocar mejor la vista. Ya no más arrastrar los pies al caminar. Pero tampoco...ya no habría más caricias. Ya no tendría mis besos de despedida. Ya no entrelazaría sus dedos con los míos justo antes de quedarnos dormidos.

¿Cuánto tiempo pasó ya? ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres, cuatro? No sabría decirles, pero cuando mis hijos llegaron todavía estaba agarrado a su mano, observándola dormir tranquila por primera vez en muchos años.

En cuanto a los relojes...nunca más volví a armar uno. Ni siquiera me volví a poner uno. Esas máquinas infernales marcaban el tiempo, el tiempo que había pasado desde un último beso suyo, el tiempo que faltaba para que volviera a abrazarla. El que estaba armando quedó ahí, en el escritorio, con todas las piezas sueltas y desparramadas. Era lo único que podía hacer. Torturarlo y dejarlo inconcluso por siempre. Justo como había quedado yo sin ella. Con mi piezas y tornillos sueltos, sin saber cómo volver a ponerlos juntos y en marcha. Inconcluso hasta que pudiera verla de nuevo.

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now