El Subsuelo de los Autores

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Elisa estaba en su habitación. Era un día estupendo. Todos sus amigos se habían puesto de acuerdo para ir a la playa a pasar la tarde. Ella, sin embargo, había rechazado de forma cortés la invitación. El presentimiento de que algo importante iba a suceder la sacudió, y ella respetaba los presentimientos. Después de todo, siempre se cumplían. Tal vez no cuando creía que se cumplirían, tal vez no de la forma en la que ella pensaba, pero lo hacían. Y aquella vez no sería la excepción.

Estaba acostada boca arriba en la alfombra de su cuarto, la única luz provenía del gran ventanal a la izquierda. Las cortinas estaban corridas, y se mecían con los leves vientos que acudían de forma ocasional. Una pila de libros se erguía al lado de su cabeza. Resistiendo el impulso de tomar alguno para acabar con su aburrimiento, Elisa se obligaba a mantener la vista fija en el techo. Era consciente de que, si se ponía a leer, se olvidaría de todo lo que había a su alrededor, y quería tener todos sus sentidos alerta. No fuera que su presentimiento se cumpliera y ella no estuviera presente.

De hecho, ya le había ocurrido. Por haber salido con su mejor amiga teniendo un presentimiento, se lo había perdido; y luego había tenido que soportar dos semanas con esa horrible sensación de que algo iba a pasar, semejante a burbujas en ebullición en la boca del estómago. De solo recordarlo se estremecía.

Frente a ella se encontraba su librero. Cientos y cientos de libros amontonado ahí. Algunos en forma horizontal, aparentando ser más voluminosos de lo que en realidad eran. Otros, en forma vertical, luciendo las letras doradas que adornaban sus lomos.

Cada volumen, cada página tenía algo suyo. Y no se debía únicamente al hecho de que hiciera anotaciones por doquier a medida que leía. No. Sino que en cada hoja habían quedado impregnadas las sensaciones que le habían aflorado al leerlas. Casi como si hubiera rociado el papel con perfume.

Cada releída, era como reencontrarse con viejos amigos. Porque, en definitiva, eso eran los libros para Elisa: viejos amigos.

De repente, se le antojó un café y un muffin de arándanos. Su combinación favorita.

Se hubiera aguantado las ganas hasta que su presentimiento se cumpliera, pero algo extraño ocurrió. Un nuevo presentimiento se antepuso al anterior.

Algo confusa, decidió salir a buscar su café. Después de todo, un presentimiento es un presentimiento. Y ella sabía mejor que nadie que con los antojos del destino no se juega.

Se cambió su pijama de forma rápida por el vestido azul más lindo que tenía, se calzó unos zapatitos verdes que tenían su historia ya y salió. Comenzó, entonces, su habitual deambular. Elisa era muy estricta con esto, ella nunca decidía a donde ir. Simplemente, recorría las calles hasta que algún lugar la llamara a gritos. Elisa no buscaba, era buscada.

Caminó, y caminó, y caminó. Ninguna cafetería gritaba suficientemente alto su nombre como para quedarse.

Elisa imaginaba que las baldosas grises eran una rayuela interminable, y por cada saltito iba recitando uno de sus poemas favoritos.

Un castillo de blancas azucenas

Donde una mano leve

Coloque entre armonías y rumores

Rocío transparente;

Un rayo misterioso de la luna

Empapada en el éter;

Un eco de las arpas que resuenan

Y el corazón conmueven;

Un beso de un querube en tus mejillas;

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now