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Un rumor en la cocina inmovilizó a Andria a mitad de la escalera, y sólo entonces advirtió el resplandor tenue y cambiante que se esparcía en lo que veía del piso alrededor del hogar. Sus nudillos en torno al candil se pusieron blancos. Había alguien ahí abajo, y no era ninguna de sus hermanas.

—Buenos días.

La voz de Vega la hizo estremecer. ¿Qué hacía en su casa cuando el día aún no había despuntado? ¿Qué significaba semejante intromisión? Con la mano libre se cerró la bata y ajustó el lazo en torno a su cintura.

—Ya puedes bajar. El desayuno está listo.

Andria respiró hondo, procurando que la sangre dejara de afluir a su rostro, y terminó de bajar la escalera. Vega cerraba la alacena, de espaldas a ella. Un suculento desayuno para dos cubría la mesa.

—Buenos días —repitió Vega sin volverse.

Andria no respondió y se encerró en el baño para asearse. Fue una de las contadas ocasiones en las que el agua helada no le causó ninguna molestia, sino que la ayudó a recuperar la calma. ¡Por la Estrella que nos guía! ¿Qué está haciendo aquí? Volvió a envolverse en su bata, ató el cabello mojado y se descubrió echando en falta un espejo. Maldita sea. Típica reacción de hembra ante un macho. Como si importara si "estoy presentable".

Vega la aguardaba sentado a la mesa y le señaló el lugar a su derecha. Su expresión era inescrutable y no mostraba el menor atisbo de una sonrisa.

—Creí que...

—Buenos días.

Su suavidad al interrumpirla semejaba una bofetada. Andria apretó los dientes un momento antes de corregirse.

—Buenos días, Maestro. Creí que enviarías por mí después de la primera plegaria.

—Cambié de idea.

Andria decidió no detenerse en su respuesta y unió sus manos sobre la mesa para recitar la primera plegaria. Desayunaron sin pronunciar palabra. Cuando concluyeron, Andria llevó tazas y platos a la cocina para lavarlos. Vega acercó su taburete al fuego.

—¿Tienes todo listo? —preguntó, rompiendo el silencio.

¡Ese tono! Esta vez no pudo evitar que la tranquila suficiencia del Maestro la irritara. Era una casual autoridad varonil imponiéndose a la mujer. Además, había entrado a su vivienda y preparado el desayuno con tal sigilo que nada había delatado su presencia. Ese detalle la alarmaba.

—Sí, Maestro.

—Entonces partiremos tan pronto te vistas.

Aquella alusión a su desnudez alimentó su irritación. ¿Y pasaré un año entero con este hombre? Cualquier prueba que afrontara en el pasado quedaba reducida a un juego de niños en comparación.

Vega adivinó su rabia en sus movimientos rígidos y se permitió una sonrisa fugaz. Sabía que las reacciones de Andria eran tan inevitables como necesarias, de modo que se había prohibido a sí mismo experimentar el menor remordimiento.

Andria pasó tras él hacia la escalera y subió al dormitorio. La habitación no tenía puerta, aunque en invierno ella colgaba un tapiz en su lugar, para evitar las corrientes de aire. Su ropa para caminatas en la nieve la esperaba en el taburete bajo la ventana, y sólo le tomó un par de minutos vestirse. Al apartar el tapiz para regresar a la planta baja, encontró a Vega en el diminuto espacio entre ella y la escalera, bloqueando el paso. Sostenía en su mano el cuchillo de caza de Andria y lo observaba muy serio.

—¿Sabes usar esto? —inquirió.

Andria asintió. Poco escapaba a los agudos sentidos de una Aspirante, y su adiestramiento señalaba como peligroso a cualquiera que lo hiciera. Vega se movía con tanto sigilo que no lo había escuchado subir la escalera de madera vieja y crujiente. Y ahora empuñaba un arma, impidiéndole el paso. No necesitaba preguntarse si ese hombre representaba un amenaza. Cuando él alzó la vista, Andria sostuvo su mirada y tensó todos sus músculos, al tiempo que su expresión se relajaba. Podía retroceder hacia el dormitorio si era necesario, pero el tapiz colgando a su espalda podía jugar en su contra.

Vega sonrió una vez más. Sabía a qué conclusión había llegado la muchacha y podía ver que estaba preparada para defenderse físicamente. La pregunta era cuán lejos estaba dispuesta a ir.

—Entonces lo llevaremos —dijo.

Amagó a girar hacia la izquierda pero se echó hacia atrás, esquivando la veloz patada que buscaba el puñal. Andria vio que cambiaba el arma de mano antes de que ella la alcanzara y adoptó una guardia defensiva. La hoja rasgó el aire en dirección a su pecho. Andria detuvo el brazo, pero el puñal estaba otra vez en la diestra de Vega. Con un movimiento sorpresivo, él liberó su brazo y empujó a Andria contra la pared junto a la puerta. La punta del puñal se inmovilizó a milímetros de su garganta. Andria contuvo el aliento: cualquier movimiento la empujaría hacia la hoja.

Vega esperó a que lo enfrentara. La muchacha era un digno producto de Pollux. Sólo ese demonio de mujer era capaz de enseñar semejante velocidad. Cuando Andria lo miró a los ojos, él acercó su cara a la de ella entornando los párpados.

Soy peligroso —susurró.

Su mano buscó la de Andria y la cerró en torno a la empuñadura del puñal. Entonces retrocedió, le dio la espalda y bajó la escalera sin mirar atrás.

Andria tardó un momento en apartar el puñal de su propia garganta. Vació sus pulmones al tiempo que una gota de sudor corría por su rostro. Nada de lo que acababa de ocurrir había sido fingido. Aquella brevísima lucha había sido real. Ella estaba dispuesta arrojarlo por la escalera de tal manera que se rompiera la espalda. Y Vega hubiera podido herirla y hasta matarla. Su agilidad la impresionaba. En ningún momento había precisado apelar a su superioridad física para vencerla: sólo había utilizado su destreza.

La cabeza del Maestro asomó por encima del último escalón.

—Está amaneciendo. Hora de partir —dijo, y desapareció.

Los ojos de Andria se fijaron desorbitados en el hueco de la escalera.

Las Hijas de SyndrahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora