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Vega masticó su último bocado sin apartar la vista del plato. Al otro lado de la fogata, Andria se estiró para servirse más caldo. Los dos pensaron lo mismo: Me está observando. Vega tragó y bebió lo que quedaba en su escudilla. Andria removió los rescoldos. ¿Qué quiere saber?, se preguntaron.

—¿Sabes por qué llaman a este cerro "el Encantado"?

—No, Maestro.

Vega asintió sin agregar más. Desde que descendieran del Tormentoso, Andria se mostraba inusualmente reservada. Casi tanto como cuando dejamos el Sector Septentrional. Volvía a interponer entre ellos ese escudo de distancia respetuosa, con su acento neutro y esa docilidad rayante con la indiferencia. Cree que necesita defenderse. De mí. Se incorporó y se envolvió en su manto, indicándole a Andria que hiciera lo mismo.

Ella lo siguió con un simple asentimiento. La noche era apacible, despejada. Una brisa cálida soplaba del noreste, miles de estrellas recortaban los negros contornos de las montañas en derredor, el cuarto creciente colgaba sobre el Invisible, dibujando la silueta cambiante de las nubes que envolvían el triple pico de La Escala.

Vega rodeó unos peñascos, encaminándose a una especie de balcón natural situado en el filo que separaba la ladera septentrional de la oriental. Sorteó de un salto el arroyuelo que descendía entre las rocas y trepó sin dificultad al espolón semicircular. Andria lo alcanzó un momento más tarde. Él miró hacia atrás y hacia arriba, a la cumbre. Luego se ubicó en el extremo de la plataforma y apoyó la espalda contra una roca.

—Ven a sentarte junto a mí, de cara a la cumbre, pero no alces la vista.

—Sí, Maestro.

Andria buscó un lugar cómodo para sentarse cerca de él, aunque conservando dos pasos prudenciales entre ellos. Sabía que Vega estaba a punto de hacer o decir algo para provocar una reacción en ella, y estaba decidida a no ofrecer el menor indicio de lo que ocurría en su interior. Ya le he mostrado demasiado. Es su turno. No obtendrá nada de mí sin ofrecer algo a cambio. No le gustaba en absoluto tener que tomar esa actitud con Vega, pero no había encontrado alternativas. Desde que cruzaran el Oressa a fines del invierno, se había descuidado progresivamente, al punto que no le importara resultar tan transparente a los ojos de su Maestro. Mientras él seguía mostrándose hermético y por momentos hasta incomprensible para ella. Recordar su propio estallido tras la avalancha en el Tormentoso hacía que las mejillas le ardieran de vergüenza. Fui adiestrada para mucho más que esto, se repetía cada vez que lo evocaba.

—Desde aquí comprenderás el nombre de esta montaña —dijo Vega entonces—. Mira.

Señalaba la ladera que trepaba hacia la cumbre. Andria miró en esa dirección y sus ojos se abrieron de asombro. El filo de la ladera era un reguero de peñascos y riscos, como una muralla sinuosa e irregular que el viento y el agua habían erosionado durante miles de años. Contuvo el aliento cuando comenzó a descubrir las formas de los peñascos. Personas, animales, construcciones... Una multitud de colosos estáticos dormitando en la clara penumbra lunar de la noche de verano. Sus labios se separaron en una muda exclamación. Acababa de descubrir la cascada que fluía entre dos figuras que semejaban personas inclinadas sobre el agua.

—El Peregrino y la Aguatera —oyó que decía Vega.

Sí, un nombre acertado. El Peregrino con su cayado y la rodilla en tierra, la mano tendida hacia la otra orilla, la cabeza alzada hacia la otra figura. Y ante él, una mujer de falda larga, ofreciéndole un cuenco entre sus manos.

—Si prestas atención, reconocerás a la Reina con el Príncipe en su regazo, los Guardianes, el Brujo, el Dragón, la Fortaleza, el León Echado, los Tres Bufones, el Águila, el Verdugo...

A medida que los nombraba, Vega señalaba distintos peñascos. Y Andria descubría maravillada aquellas figuras fantásticas. La visión tenía algo espectral. Como si las rocas estuvieran a punto de despertar y cobrar movimiento.

—Y, por supuesto, La Dama.

Andria la vio, alta, erguida, una túnica vaporosa y la larga cabellera ondeando en un viento ya ido, el brazo izquierdo extendido en dirección a La Escala, con la palma de su mano hacia arriba.

—Lo que descansa en su mano es el Santuario Secreto, oculto por las nubes.

Andria se sobresaltó al escuchar que Vega volvía a mencionar ese lugar. Se preguntó si su Maestro realmente planeaba llevarla hasta allí.

—Nosotros tenemos algo en común con estas figuras.

¿Nosotros? Andria entornó los párpados. Ahora sabré para qué me trajo aquí esta noche.

—Intentamos mostrarnos fuertes e indescifrables. Recios guerreros de roca negra —siguió Vega sin apartar la vista de La Dama.

—Pero... —terció Andria, instándolo a seguir.

—Ningún pero. Tal vez haya más semejanzas de las que pensamos, ¿no crees?

—Es posible. —Por una vez tendrá que decirlo él.

Vega disimuló una sonrisa ante su acento cuidadosamente neutro. —Si los observas a la luz del día, verás las grietas que la exposición ha causado en la roca.

Intenta hacerme cambiar de actitud. Quiere saber por qué ya no estoy tan abierta a él. —Nada puede permanecer absolutamente sólido y hermético por mucho tiempo —respondió Andria con suavidad.

Con que eso es lo que la tiene a mal traer. La frustra creer que no logra leer en mí. —Es cierto. También está la cuestión de los roles.

¿Cambio de flanco? ¿Qué más intenta averiguar? Permaneció en silencio.

Vega continuó como si nada. —En más de una ocasión me he preguntado si la Aguatera podría dejar de darle toda su agua al Peregrino. ¿Qué ocurriría si por una vez fuera ella la que tiene sed? ¿Sería capaz de apartarse de su rol o soslayaría su necesidad para continuar saciando a su vecino?

—Hay distintas clases de roles. Los hay voluntarios y los hay impuestos. Creo que eso es un factor de peso al enfrentar una posibilidad de cambio.

Impecable, pensó Vega, asintiendo. —Un rol puede ser voluntario e impuesto al mismo tiempo.

—Por supuesto. De lo contrario sería un absoluto. —Sabe que sé que detesta las respuestas académicas.

Vega rió por lo bajo. —Cualquiera declararía un empate a esta altura. Pero tal vez podamos ir más allá sin tanto duelo inútil. Si te interesa la propuesta.

Andria asintió en silencio.

—La Dama te está invitando a sentarte en su mano, Andria. Te muestra el corazón oculto de su Culto galáctico. ¿Te atreverás a arriesgarte y descubrirlo?

La muchacha no respondió. En verdad planea ascender La Escala y llevarme al famoso Santuario, aun a riesgo de nuestras vidas. Comprenderlo no le trajo ningún sosiego.

—Hay algo que necesitamos hacer antes de avanzar un solo paso más.

Andria sintió los ojos acerados de su Maestro fijos en ella y ladeó la cara para enfrentarlo.

—En cierto sentido, el punto de partida determina la trayectoria y el destino final —dijo él.

—Es cierto.

—Debemos despejar un punto de partida: el tuyo. —Vega alzó las cejas—. Sé que no será agradable, pero es imprescindible. Y necesitarás que alguien te asista para lograrlo.

Andria no se movió, pero todo en ella sugería que se había apartado de él una decena de metros. —Tú me asistirás —dijo con frialdad.

Vega forzó una sonrisa. —Es parte de mi rol.

—¿Y supongo que es parte del mío aceptarlo?

—Algo voluntario e impuesto a un tiempo.

—Entonces, sólo puedo reconocer voluntariamente que no tengo más alternativa que la impuesta.

Vega volvió a reír por respuesta.

Las Hijas de SyndrahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora