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Se alejaron del Sector Septentrional a través del bosque hacia el este. Vega abría la marcha. Andria se mantenía dos o tres metros más atrás, por precaución. La mochila se adaptaba a su espalda sin roces ni tirones, y ninguna correa o hebilla ejercía presiones incómodas; el peso bien repartido no estorbaba. ¿Adónde nos dirigimos? El equipo que Vega le había ordenado preparar consistía en dos mudas completas de recambio, calzado liviano, saco de dormir y manta térmica, bastones retráctiles, provisiones para cinco días. A no ser por la ausencia de equipo de escalada, todo indicaba una travesía de varias jornadas por la montaña. Pero Andria ya había desechado esa idea. El Sector Septentrional era el más cercano de la Escuela a La Escala y estaba rodeado por los picos más altos de la cordillera. La altura promedio en torno a la Colina rondaba los cinco mil metros, y ascendía sostenidamente hacia el norte hasta los casi nueve mil del triple pico de La Escala, siempre oculto por las nubes excepto en los días previos al solsticio de verano. Me gustaría saber qué tiene planeado.

Vega caminaba sin molestarse en comprobar si ella seguía ahí, tras él. Sólo al mediodía hicieron un alto breve y silencioso. Comieron un bocado, llenaron sus tubos de agua en una diminuta cascada que se había negado a congelarse y siguieron adelante. El bosque se hacía más denso conforme se acercaban a la Gran Pared Este; los árboles eran más altos, sus troncos revelaban una vida varias veces centenaria. Los pasos de ambos se perdían sin eco en aquel inmenso estadio de silencio, sólo perturbado por el rumor ocasional de la nieve cayendo desde las gruesas ramas, que se negaban a doblegarse bajo su peso. No soplaba viento y la luz difusa y plomiza parecía invariable.

Poco a poco un rumor constante creció frente a ellos. Andria lo identificó como el sonido de un arroyo aún invisible. Su sentido del tiempo le indicó que promediaba la tarde, aunque le resultaba imposible calcular la distancia recorrida. El terreno era llano, pero la nieve era un factor inevitable de retraso. Su cuerpo, habituado a marchas prolongadas, no acusaba cansancio. Sin embargo, algo le estaba empezando a provocar un malestar similar a la fatiga. No podía deberse a que ignoraba el rumbo de aquella caminata: ninguna Maestra daba explicaciones cuando las llevaban a la montaña. Se vio obligada a reconocer que lo que la incomodaba era él, Vega. No sólo el elemento desconocido de aquella situación, sino el elemento peligroso.

No me hará daño. Es mi Maestro. Estuvo tentada de reírse en voz alta de su propia ingenuidad. Ninguna Maestra había vacilado jamás en imponerles tareas que implicaban riesgos, y prefería no recordar las sanciones que esperaban a quienes no cumplieran los objetivos de forma satisfactoria. El mero nombre de Pollux había encerrado impronunciables promesas de terror durante varios años para sus hermanas. Promesas que ella había visto cumplidas en oscuras celdas de castigo en dos oportunidades.

¿Por qué sigo volviendo a esos recuerdos todo el tiempo desde ayer?, se preguntó, disgustada consigo misma. La respuesta era tan obvia que alimentó su enojo: porque para ella, Vega era parte de esa época. Notó que había lo perdido de vista tras una curva del sendero y apretó el paso, aunque se perdió en sus cavilaciones de nuevo tan pronto como volvió a acortar la distancia.

El arroyo corría hacia el sur por un ancho lecho rocoso entre los árboles. Al llegar a la orilla, Vega torció hacia la izquierda y lo remontó hasta un ancho tronco caído a través del arroyo, cuyas ramas se hundían en la nieve al otro lado. Se trepó de un salto y lo cruzó con paso rápido y seguro. Andria observó la superficie resbalosa, cubierta de musgo. Vega bajó del tronco y le dirigió una breve mirada, como preguntando por qué se demoraba. Andria encajó las mandíbulas. ¿Desde cuándo me dejo intimidar por un hombre? Subió al tronco sintiéndose una tonta y cruzó el arroyo en cinco pasos. Al otro lado, Vega le tendió una mano para ayudarla a bajar, gesto que Andria ignoró. De modo que volvió a darle la espalda y retomó camino remontando el curso del arroyo. Andria lo siguió, resoplando. ¿Cómo era posible que este hombre la hiciera dudar de sí misma así? Por algún motivo, revivía en ella una inseguridad que creía superada hacía mucho. Otro factor que lo hacía peligroso. Meneó la cabeza, todavía enfadada consigo misma. La luz comenzaba a declinar, señalando el cercano ocaso.

Poco después, Vega se apartó una decena de metros del arroyo y se detuvo al pie de un árbol añoso.

—Acamparemos aquí —dijo, quitándose la mochila—. Ocúpate del agua.

Andria obedeció en silencio y regresó al arroyo con dos escudillas y los tubos de agua de ambos. No se apresuró a volver, y cuando lo hizo, vio que Vega había limpiado de nieve el suelo bajo el árbol. No la miró ni le dirigió la palabra. Sacó de su mochila una tienda pequeña, para sólo dos personas, y se dedicó a montarla con una rapidez y una facilidad que hablaban de muchos años de experiencia.

—Traeré leña —dijo Andria, y volvió a alejarse.

Mientras buscaba ramas caídas que no estuvieran demasiado húmedas, sintió la rabia que volvía a agitarse en su interior. Me hace sentir inútil, comprendió. Encontró dos ramas gruesas que les darían buen carbón y las cargó con cierta dificultad. Su mente fluctuaba entre los recuerdos del hombre que conociera cinco años atrás y el que ahora preparaba el campamento. Resultaba increíble que se tratara de la misma persona. ¿Adónde habían quedado su gentileza, su amabilidad? ¿Podía haber cambiado tanto? ¿Cómo no lo había advertido al reencontrarlo dos noches atrás, en el Templo? Meneó la cabeza suspirando. Durante todos esos años, el recuerdo de Vega se había convertido en uno de los rarísimos momentos agradables de la Primera Etapa. Eso no significa que él haya cambiado. En ese entonces yo aún era una niña. La Primera Etapa fue una pesadilla, y conocerlo fue parte del fin de la pesadilla.

Cenaron en completo silencio. Vega recogió platos y escudillas y se dirigió al arroyo para lavarlos. Detestaba toda aquella pantomima. Pero es necesaria, se repitió por enésima vez desde la Asignación.

Necesitaba sacudir las estructuras demasiado rígidas en Andria, consecuencias colaterales de su adiestramiento. Necesitaba sacudirla a ella. Debía socavar sus certezas relacionadas con sus conocimientos adquiridos. Era la única manera de transformar todo lo que viviera y aprendiera desde su llegada a la Escuela en un bagaje homogéneo, de modo que lo incorporara realmente. Como decía su viejo Maestro: "Sólo quien logra conservar la pura esencia de su ignorancia puede aspirar a la sabiduría."

Vega hundió las escudillas y sus propias manos en el agua helada del arroyo. Había llegado el momento de dejar al descubierto el verdadero espíritu de su Discípula, toda su luz y toda su fuerza. Fregó y enjuagó las escudillas, recogió los platos. No tenía sentido cuestionar el precio que él pagaría por lograrlo. Era lo que la Orden requería de él. Se detuvo a pocos pasos de la fogata, oculto en las sombras del bosque, para observar a Andria. Había cambiado su chaqueta de caminata por su manto, que la abrigaba sin ceñirse a su cuerpo. Los ojos cerrados, el semblante distendido, estaba sumergida por completo en un ejercicio de relajación, tal como le enseñaran a hacer después de una jornada como aquélla. Y volvió a pensar lo mismo que había pensado esa otra noche de invierno, cinco años atrás, cuando la conociera: No me han dejado muchas alternativas.

Las Hijas de SyndrahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora