4. Por el camino de empedrado

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Poco después, nuestros héroes ya habían dado con el camino de empedrado y avanzaban a buen ritmo. Aunque, de vez en cuando, el conejo se revolvía en los brazos de Border exigiendo libertad; por lo que había que esperarlo un rato mientras daba unos saltitos para estirar las patas, y enseguida seguían adelante.

Manuel estaba contándole a Border cómo eran las buenas gentes del pueblo, quizá coloreando sus cualidades, dándole al poblado un aire idílico, exagerando un poquito como quien dice. Y por eso la pregunta del extraño forastero extranjero lo tomó por sorpresa, obligándolo a comenzar su respuesta con una eeeh muy larga.

-¿Cómo sabemos que estamos yendo en la dirección correcta?

Una vez que habían encontrado el camino de empedrado, gracias al obelisco de piedra, se habían puesto a caminar sin más, sin detenerse a considerarlo ni un segundo, sin tampoco arrojar una moneda al aire ni nada.

Manuel acarició al conejo en la cabeza, entre las orejas:

-Eeeh... porque... -balbuceó, y al cabo de un instante su voz cobró firmeza-: Porque estamos yendo hacia delante.

Border consideró la explicación con tal seriedad que acabó formándosele una arruga en la frente. Manteniendo el paso, miró hacia atrás, por encima de su hombro, y hacia delante, estirando el cuello para alcanzar a ver más allá de lo que era posible.

El muy modesto camino de empedrado continuaba hasta perderse por igual en ambas direcciones, entre las hondonadas y elevaciones de la pradera. Apenas había unos pocos árboles, aquí y allá. Pastos altos, resecos. Y montañas bien altas, enmarcando la línea del horizonte, en las que alcanzaba a verse el blanco de la nieve.

-Además -agregó Manuel habiendo recuperado la confianza-, si fuese para el otro lado, llegaríamos caminando de espaldas. Y eso, evidentemente, no tiene sentido.

-Evidentemente -repitió Border-, ningún sentido.

El conejo blanco levantó las orejas rígidas y escuchó con atención; por un instante sus ojos rojos se volvieron de un rojo mucho más sangriento y opaco, como si en vez de ojos de conejito tuviese dos horribles agujeros. A la distancia, demasiado lejos como para que Border y Manuel hubiesen podido notarlo, una sombra negra se había movido entre los planos de la realidad, avanzando en paralelo, en la misma dirección que llevaban ellos.

Pero nuestros héroes no se dieron por enterado, Manuel le había preguntado al extraño forastero extranjero cómo era la vida en su reino.

Border estaba contándole que al caer la tarde, cuando todos habían concluido sus labores del día, los vecinos solían reunirse a conversar en el mirador del dique, frente al establo, y que las aguas del pantano se teñían de los colores del atardecer.

-Habíamos iniciado la construcción de caminos y la instalación de farolas. Recién era el comienzo pero, de momento, en las noches se podía andar tranquilamente de la casa de Nortrak, en un extremo del reino, hasta la de Dogman, en el otro, costeando el pantano, pasando por la plaza central, donde estaba la fuente de agua cristalina.

-¿Una fuente de Agua Cristalina? -se interesó Manuel.

-Sí, y el puente de la entrada a mi castillo.

A Manuel le encantaba escuchar a Border hablar de su reino perdido. No tenía modo de saber si era cierto todo lo que decía, pero tampoco tenía ningún motivo para desconfiar de él. Poco a poco iba haciéndose a la idea de que en verdad había tenido suerte en encontrarlo.

Lo miró de reojo, Border dejó que el conejo correteara libre entre los pastos altos. Muy muchísima suerte, se dijo Manuel. Y tuvo la ocurrencia, quizá no tan descabellada, de que serían amigos toda la vida. Y que, incluso, ya debían ser amigos desde antes de conocerse.

Ahora Border le estaba contando de Morgan, otro de los vecinos del reino perdido, que había construido su cabaña en la montaña nevada. Y que más allá de la montaña comenzaba el País de la Nieve, un territorio inhóspito, enteramente nevado. Deshabitado, o al menos deshabitado hasta donde el propio Border se había animado a recorrerlo en algunas de sus excursiones.

A medida que fueron avanzando por el camino de empedrado, Manuel se fue entusiasmando más y más a cada paso. Y se imaginaba acompañando a su nuevo amigo en cada una de sus aventuras.

¡Zas! Helados de frío, dejando atrás un sendero de huellas en la nieve blanda del eterno País de la Nieve.

¡Zas! Yendo lejísimos, siendo los primeros en visitar, quizá después de cientos de años, una antigua ciudad abandonada.

¡Zas! Encontrando al burrito perdido que más tarde se convertiría en Destructor, el fiel corcel de Border (de Border y también de Manuel, claro que sí).

¡Zas! Explorando las galerías subterráneas del castillo, bajo las aguas del pantano, hasta descubrir, un día cualquiera, el día menos pensado, la tumba de El Rey Sin Nombre.

Manuel abrió los ojos como platos:

-¿Quién?

-El Rey Sin Nombre.

-¿El quién?

-El Rey Sin Nombre -insistió Border, serio, al punto que no hubo la menor duda: lo decía en serio.

-El Rey... Sin Nombre -murmuró Manuel, enumerando para sí los nombres de todos los reyes que se sabía.

-El Rey Sin Nombre -asintió Border, como si con eso lo explicara todo.

Este cuento, que comenzó con las dudas de Border, ahora termina con las dudas de Manuel. Mmmh, y una cosa más, ¿qué sabemos de la criatura fantasmal, más negra que una sombra, que se mantuvo todo el rato siguiéndolos a la distancia, dando interdimensionales saltos y saltitos, dejando tras de sí una suerte de estornudo de esporas moradas?

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora