23. La fábula de la Lanza Dorada

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A primera hora de la mañana, Border, Lucy y su hermano Guido-zombi, salieron de la taberna, dando el primer paso de la batalla que nos conduciría a todos al final de esta historia.

Muchos se preguntarán ¿por qué a plena luz del día? La respuesta es muy sencilla: a los zombis les da igual que haya luz o que todo esté sumido en sombras; su instinto asesino los guía ciegamente hacia la sangre fresca, en sus oídos resuenan como tambores los acelerados latidos de un corazón temeroso. Principalmente el olfato, el oído y la sed llevan las riendas de su horrible destino.

Un zombi giró en redondo y corrió hacia nuestros héroes emitiendo un gruñido ronco. Pero Guido lo cruzó en plena carrera dándole un topetazo, lanzándolo contra la pared de la misma taberna. Se escuchó con el impacto el crujido de sus huesos rotos; el cráneo, las costillas y tal vez uno o ambos brazos. Pero nada de esto le importó al zombi. Chilló furioso con la mandíbula partida, colgándole ahora de la piel estirada de las mejillas; algunos de sus dientes habían quedado incluso clavados en la pared. Nada de esto le interesó; sólo tenía una infinita idea fija en mente.

–¡Rápido! –susurró nerviosa Lucy.

Nuestros héroes aceleraron el paso dejando atrás ese primer encuentro. Cuando un zombi se desespera, es cuestión de tiempo para que otros lleguen; sus estertores y gruñidos son un llamado al que todos los demás acuden sin poder evitarlo. Cuando un zombi encuentra una presa, es como si toda la manada lo hiciera al mismo instante.

Por suerte, Border, Lucy y Guido tenían un plan, y este plan constaba de tres etapas. Primero, llegar al palacio. Segundo, encontrar al Rey. Tercero, hacerlo entrar en razón... incluso a la fuerza si no quedaba alternativa. Las cartas estaban echadas y nuestros héroes habían hecho su apuesta. Ahora sólo restaba hacer el primer movimiento, y esperar a que todo resultase... de un modo o de otro. Porque ya no habría vuelta atrás. El final únicamente podría ser blanco o negro, tripas o galletas, la derrota o una increíble victoria.

Corrieron como a través de un bosque con arbustos espinosos y ramas secas que les arañaban la cara, los brazos y las piernas. Por supuesto que no se trataba de ningún bosque, ni de arbustos o ramas, sino de garras y dientes.

Los zombis despertaban exaltados de su aletargado paseo, reaccionando con furia. Pero Guido lanzaba por el aire a todo aquel que se interpusiera en el camino, mientras que Lucy y Border mandaban de paseo a los que surgían de la nada, por los costados e incluso alcanzándolos por detrás.

–¡No se detengan, no se detengan! –ordenó Border con la firmeza de un experimentado comandante, sin dejar de asestar golpes a diestra y siniestra con la espada de madera.

¡Gooong!, resonó la sartén de Lucy enviando de vuelta a un zombi por el hueco de la misma ventana de donde había pretendido saltarles encima.

A buen ritmo llegaron hasta la Plaza del Mercado. Al final de la calle alcanzaba a verse, hacia un extremo, el portal de lapislázuli y, al otro, la entrada principal del palacio. Habría sido tan sencillo que se olvidaran del plan, de todo y de todos. Sin embargo, ninguno de nuestros héroes titubeó o trastabilló. Tomaron hacia la derecha, rumbo al palacio.

Entonces fue que una horda surgió nutriéndose de zombis que se sumaron apareciendo por las callecitas laterales.

–¡No puede ser! –gritó Lucy, sujetando a su hermano por la espalda para que no se envalentonara rabioso.

–¡Atrás! –ordenó Border.

Quizá pudieron haber pensado en dar un rodeo... pero por detrás el panorama también se tiñó de rojo sangre. Todos los zombis que habían dejado en el camino se habían unido conformando a su vez otra horda.

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora