7. La historia de un Rey

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Border encajó la espada de madera en el cinturón de su pantalón, y avanzó con cautela por las callecitas del pueblo. Aunque no debemos olvidar que Manuel lo llevó hasta ahí con la intención de presentarle al Sabio, para obtener las respuestas que, por algún motivo, se le escapaban de la cabeza con la misma facilidad con que desaparecen las galletas de un frasco, lo más importante ahora era rescatar a su amigo. Los héroes no abandonan a sus amigos.

El bullicio comenzó a resonar unas calles más adelante, donde se encontraba el mercado. La plaza estaba ocupada por un gran número de coloridos puestos. Y los aldeanos se movían atareados de uno en otro. Frutas, verduras, cereales, carnes, cuero, toda clase de accesorios para el hogar, medicinas, equipamiento para el trabajo en los campos e incluso armamento.

Por sus ropas, que claramente revelaban una diferencia (al menos en apariencia) de la clase social, podía también apreciarse la presencia de varios extranjeros. Pero todos, todos por igual, paseaban, iban de compras u ofrecían su mercadería.

Esto le permitió a Border pasar más o menos desapercibido. Por supuesto que, de todas formas, algunas miradas le cayeron encima, pero seguramente creyendo que se trataba de un campesino pobre, quizá proveniente de un reino vecino.

Border decidió entonces adoptar el papel de campesino y se dedicó a recorrer el mercado como el que más; aunque reconcentrado en ver y escucharlo todo, afinando ojos y oídos.

Para su sorpresa, no tuvo que hurgar en las profundidades recónditas del alma, en las habitaciones bajo llave, en los cofres con doble candado. Los rumores florecieron en torno a él...

Regresó el Príncipe, dijo un aldeano de chaleco azul, gastado por el uso, comprando la oferta de patatas a dos kilos por cuatro sellos. En un puesto de frutas, una mujer que olía las rojas manzanas de un canasto como si fuesen margaritas, le comentó al dependiente, el pobre Rey se nos va a terminar enfermando del disgusto. A lo que el dependiente se lamentó encogiéndose de hombros, no sé qué será de todos nosotros. ¡Un completo inútil, eso es lo que es!, dijo un guardia a su compañero, el cual se mostró de acuerdo.

Y cuanto más afinaba Border el oído, de más cosas se enteraba. Debía ser el tema del día, la inapropiada conducta del Príncipe, que había reaparecido luego de haber estado ausente un par de días, dejando en vilo al mismo Rey, pero también enervando el volátil humor de los aldeanos, a cuenta de un sinfín de metidas de pata, todas similares, en las que siempre –al parecer– sobresaltaba la falta de aquello que se necesita para ser príncipe, y no cualquier príncipe sino, justamente, el heredero, el futuro monarca, el hijo de su tan amado Rey.

Ahondando un poquito más, Border fue haciéndose a la idea de que el Rey era un rey muy respetado y admirado, en general, por el conjunto de la población, o al menos por la mayoría de los aldeanos que aquella tarde hormigueaban en la Plaza del Mercado. Vale aclarar que ni tan sólo una vez llegó a sus oídos una opinión que indicase lo contrario.

Admiraban, respetaban, amaban y estaban conformes con su Rey. Hablaban con orgullo de sus hazañas de juventud, ya fuere en batalla, por su valentía, corazón y entrega, como en el campo de la política y las negociaciones, sumando a lo anterior una buena dosis de astucia, honor y responsabilidad. Además, el Rey sabía ser duro (y hasta despiadado) pero sólo cuando la situación lo ameritaba. Y en cuanto al trato con sus súbditos, era recto y amoroso como un padre que vela por el bienestar de sus hijos.

¿Quién habría podido imaginar que su debilidad, claro, su talón de Aquiles, no fuese otra más que su propio hijo, el Príncipe Manuel, al que los aldeanos retrataban como a un perfecto irresponsable, con muy poco o nada de valentía, tonto por naturaleza y, para colmo, un soñador incansable.

De este modo, Border pudo armar el rompecabezas con el que se había topado. El asunto debía ser algo así, concluyó hablando consigo mismo: el Rey envió al Comandante Rafo y a su guardia personal para que encontrasen a su hijo querido. Y ufff que se pusieron loquitos en cuanto lo vieron bajo sus narices. Aunque nadie –en ningún momento– le puso un dedo encima, nomás lo rodearon para escoltarlo al palacio así como si fuera el centro de una pompa de jabón; y es que de lo contrario, seguramente se las verían luego con el Rey. Border imaginó a Manuel frunciendo la boca, enfurruñado como un niño malcriado y con un peinado de risos dorados, y al Rey gritando furioso: ¿¡Quién despeinó sus cabellos!?

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora