9. Border se mete en problemas

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Ya sobre la hora llegó Guido, el hermano menor de Lucy, para hacerse cargo de la barra del bar. La presencia de Border no le provocó la más mínima objeción, simplemente estaba ahí y era el nuevo mesero. Apenas le dedicó un asentimiento a modo de saludo y eso fue todo; si Border hubiera sido un creeper, le habría dado exactamente lo mismo.

Guido no era más alto que el nuevo mesero, por lo que para atender al otro lado de la barra tenía que subirse a un banquito. Eso sí, era tan robusto como su hermana.

–¿Alguien estuvo tocando mis cosas? –preguntó cerrando con fuerza una de las canillitas de los barriles de madera; en el suelo se había formado un charquito.

–Quizá cuando hacíamos la limpieza –dijo Lucy a modo de disculpa, y agregó por lo bajo, guiñándole un ojo a Border–: No te preocupes, es un poco huraño pero no muerde. Es más bueno que el pan.

Abrieron las puertas de la taberna y los aldeanos comenzaron a llegar de a dos en dos, sonrientes, intercambiando felicitaciones. ¡Qué gran día! ¡Por la paz duradera! ¡Y una buena cosecha! Sin embargo, antes de que Border se diera cuenta, se vio obligado a tener que correr de mesa en mesa tomando los pedidos y pasándoselos a Lucy en la cocina y regresando veloz con la bandeja para correr ahora a la barra y buscar las bebidas. Así todo el rato, sin un segundo de descanso. ¡Por suerte, Border tenía práctica en combate! Y se movía entre los aldeanos como un ninja, el ninja mesero kamikaze, con una única y fabulosa misión que cumplir: no tropezar, no dejar caer nada de la bandeja y, por sobre todo lo demás, no confundir los pedidos. Haciendo del trabajo un juego, se olvidó de todo convirtiéndose en el Gran Ninja Mesero.

La taberna estaba llena de aldeanos cenando y brindando con alegría. Lucy no se había equivocado, era un día de celebración, el Príncipe, sano y salvo, había vuelto a casa. El Rey estaba feliz y el pueblo también. Los enemigos olvidaban sus diferencias, los enamorados declaraban su amor, los acreedores perdonaban el interés de la deuda. ¡El Príncipe había vuelto a casa!

–¡Lo pondría en su lugar! –dijo alguien– ¡Eso es lo que le hace falta!

El mesero alzó la vista. Se trataba de un leñador que hablaba casi a los gritos, alzando una jarra de manzana espumante. Se reía y los que lo acompañaban a la mesa reían también. El alboroto que armaban desentonaba del resto como una basurita en el ojo de la felicidad.

–Manuel te daría una paliza –pensó el ninja mesero sin darse cuenta de que además lo dijo.

Nunca hay una explicación para esa clase de metidas de pata. Puede que todos los que estaban en la taberna coincidiesen, justo al mismo terrible instante, en hacer una pausa para tomar una bocanada de aire, breve y criminal como el tajo de un cuchillo; de cualquier modo, bastó para que la voz de Border, pese a haber pronunciado aquella frase en voz bastante baja, apenas separando los labios, igual que una flecha se abrió paso entre los aldeanos, las sillas y las mesas, yendo a parar a oídos del leñador, que dejó caer su jarra de manzana espumante así como si un fantasma le hubiese susurrado con voz helada al oído: Manuel te daría una paliza. Y como ocurre en cualquier sitio repleto de gente, cuando algo se rompe con ruido a vidrios rotos, todos callan de golpe y voltean a ver.

–¿Qué dijiste?

Border no se dio por enterado de que le hablaba a él. Incluso se acercó hasta la mesa, en su papel de mesero, con el repasador en la mano, dispuesto a limpiar el destrozo.

–¿Qué fue lo que dijiste? –insistió el leñador de muy mala manera. Se puso de pie y su silla voló hacia atrás; era tan fuerte como dos caballos. El leñador más fuerte entre los leñadores. Cuando talaba un árbol ni siquiera usaba el hacha, le daba un golpe con el puño y el tronco se partía a la mitad. Todos decían que si el dragón despertara en medio de la noche, él sería el único capaz de hacerle frente y derrotarlo para siempre.

Los aldeanos se apartaron y Border se convirtió en el centro de atención. Sus poderes de ninja se habían desvanecido, ya no era una sombra, ahora todos podían verlo. La taberna se sumió en un silencio de muerte. En la cocina, atareadísima, Lucy dejó de canturrear dándose cuenta de que algo no andaba bien.

El leñador avanzó y la mesa se hizo a un lado (no la empujó, sencillamente la mesa se quitó de en medio al igual que los aldeanos). Alguien comentó que si avanzara hacia una montaña, bueno, que la montaña entera se haría a un lado. Claro que algunos de esos comentarios eran un poco exagerados, pero tampoco nadie los ponía en duda.

–¡Eh, repite lo que acabas de decir!

Antes de abrir la boca, Border agregó un nuevo eslabón a la cadena de tonterías que había cometido en su vida. Y a la vez sintió un destello en su cabeza, un camino en la noche sin luna, iluminado por farolas, una sucesión de luces que se perdían hasta el principio de los días. Pero no se trataba de tonterías, sino de recuerdos, recuerdos que estaban ahí, en cada farola, cada farola era un recuerdo, pero no podía ver más que el destello... Había llegado a aquel pueblo con Manuel, pero la noche anterior, tan sólo la noche anterior, había estado en su propio reino, en el castillo que reposaba hundido bajo las aguas del pantano. Había luchado contra Nortrak, pero no porque fuese su enemigo, quería salvarlo, la Maldición que azolaba en silencio al Reino Perdido del Pantano desde hacía siglos había envenenado el corazón de su amigo...

–¡Te estoy hablando! –dijo el leñador con una voz rabiosa, y se le hincharon las venas del cuello.

Border lo miró a los ojos y le sostuvo la mirada. Pensó en Manuel, allá en el pantano, enseñándole sus movimientos, derrotando enemigos imaginarios, destrozando cretinos. No titubeó ni tampoco le falló la voz:

–Dije que el Príncipe Manuel te daría una paliza.

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora