10. El mago

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La diferencia física entre ambos era abismal. Nadie hubiese creído que llegaría el día en que alguien le hiciese frente a Tod el leñador. Y mucho menos un simple mesero, un niño extranjero, el hijo de una madre que lloraría desconsolada a la mañana siguiente.

Los aldeanos comenzaron a preguntarse quién creepers era el chico, de dónde había salido y si alguno lo conocía.

Es el extranjero, acertó uno de ellos. Llegó al pueblo esta misma tarde, acotó otro. ¡Es verdad! Un reguero de comentarios se agitó como una serpiente. ¡Llegó con el Príncipe! ¿Será su escudero?, preguntó uno y recibió un codazo. ¡El Príncipe no tiene escudero! ¡Miren, tiene la espada del Príncipe! ¡La espada legendaria!, dijo un chico asomado a la ventana en puntas de pie, tenía en la cabeza una gorra con orejas de conejo atornillada hasta las cejas. Una oleada de risas inundó la taberna. ¡Se la robó!, lo acusó alguien, y miradas de enfado se clavaron en el mesero. ¡Fue él, el extranjero, quien capturó al Príncipe!, este comentario fue recibido con aplausos de aprobación, cambiando de inmediato el malhumor reinante (¡pasando del odio al afecto sin darse por enterados!). Lo capturo en las afueras del pueblo y lo entregó en persona al Comandante Rafo, aseguró otro... Y los dichos y entredichos podrían haber continuado sin fin, si el mesero (del cual todos estaban hablando) no los hubiera interrumpido.

–Me llamo Border, y el Príncipe Manuel es mi amigo –dijo dirigiéndose a nadie particular (y de haber estado presente, Manuel habría sonreído mucho más de lo que en mucho tiempo).

El leñador reaccionó entonces ante el estupor que le provocó el hecho de que un niño insignificante le hiciera frente delante de todo el mundo.

–Pues dile a tu amigo el Príncipe Mis Calzones –se burló– que se vaya con sus sueños tontos a otra parte; en este pueblo nadie lo quiere, ni lo querrá nunca.

Alzó el puño cerrado y los aldeanos aullaron. Gritaron: ¡Así se habla! y aplaudieron con tanto fervor que les ardió las manos... las manos, las orejas, la nuca y también las plantas de los pies; una quemazón, un curioso hormigueo, les recorría el puerto.

–Es más –continuó diciendo Tod el leñador envalentonado–, ¡dale esto de mi parte! –Echó el codo hacia atrás y apuntó el puñetazo directo a la cara del molesto mesero.

Border tan sólo atinó a cerrar los ojos. Pero... no ocurrió nada, nada en absoluto, como si las agujas de todos los relojes del mundo se hubieran detenido.

Abrió primero el ojo izquierdo y mucho después el derecho. A cinco centímetros de su nariz, una mano había detenido el puño del leñador. Border siguió con la mirada, y la mano pertenecía a un brazo, el brazo de Guido, el hermano de Lucy. Separadas las piernas, había clavado los pies en el suelo.

Frente a ellos dos, Tod tenía los ojos inyectados en sangre, y apretaba los dientes al punto de casi hacerlos estallar: todavía continuaba empujando con todas sus fuerzas, y de la fricción entre su puño y la palma de la mano de Guido comenzaron a brotar chispas. Pero el cantinero se mantuvo firme.

Los aldeanos no les quitaban los ojos de encima. Jamás habrían pensado que algo semejante podría ocurrir y ser verdad al mismo tiempo. El poderoso leñador, el Matadragones, el coloso del pueblo no podía vencer al hermano menor de Lucy... Y hablando de ella:

–¡Pero qué está pasando aquí! –dijo evidentemente enfadada, asomándose desde la cocina–. ¡Esto no es ningún club de lucha!

Guido aflojó al instante. Pero, por el contrario, Tod aprovechó para dar un paso adelante empujando con el resto de todas sus fuerzas. El cantinero y el mesero (al igual que varios de los aldeanos que estaban alrededor) salieron volando para atrás como si los hubiese golpeado un meteorito.

Border fue a parar rodando debajo de una mesa, y casi se le escapa un grito al encontrar, ahí mismo, al chico del gorro con las orejas de conejo, que hacía apenas un momento había visto asomado por la ventana. ¿Cómo había llegado hasta allí tan rápido? Pero no había tiempo para hacer preguntas. La mayoría de los aldeanos gritaban, chillaban y se revolvían en el suelo como si les estuviera hirviendo la sangre.

–¿Pero qué...? –balbuceó el mesero con los ojos abiertos como platos.

–Estás en peligro –le advirtió el chico con las orejas de conejo.

Y como si alguien hubiese activado un interruptor de redstone, la taberna se quedó en completo silencio. Y los aldeanos permanecieron quietos, muy muy quietos, como si hubiesen muerto, como si se hubiesen petrificado hasta convertirse en estatuas. La taberna era ahora un cementerio de horribles esculturas de cuerpos retorcidos y bocas abiertas, gritando para siempre en un absoluto silencio.

–Estás en peligro, Border del Pantano –insistió el chico de las orejas de conejo en un susurro.

Border lo miró reconociéndolo y a la vez no.

–¿Manuel?

–¡Shhh! –el chico (que se parecía y a la vez no al Príncipe Manuel) le cubrió la boca con la mano–. Lamento esto –dijo hablando sin mover los labios, como un ventrílocuo. Y agregó–: No-hagas-ni-un-solo-ruido.

Dicho esto, lo sujetó y de repente Border se sintió caer por un pozo, pero lo que en realidad sucedió fue que el chico dio un salto saliendo de debajo de la mesa y, como una bala de cañón, fueron a parar a la calle. ¡Increíble! Acaso ¿habían atravesado la pared, habían salido por la puerta o por la ventana quizá? Border había alcanzado a ver o a sentir en la cara, en un borrón blanco, las cortinas de la ventana. Sin lugar a dudas, se trataba de magia.

–Por poco y terminamos mal –dijo el chico, una de las orejas de su gorro se había doblado–. Lamento que nos hayamos conocido en estas circunstancias –su voz era amable y tensa a la vez, como si estuviera pidiendo un favor de vida o muerte–. Vete del pueblo, Border –continuó diciendo–. Por tu bien. Vete, ahora mismo.

Border no se inmutó:

–Manuel, explícame qué está pasando.

Un atisbo de decepción, que no pudo ocultar su antifaz, resultó evidente en el rostro del chico. Se quitó el gorro, que en sus manos volvió a convertirse en el conejo blanco con las patas negras (como diminutos zapatos) que juntos habían encontrado en el Bosque Encantado.

–¿Sabías que era yo?

Border no había tenido oportunidad de darse cuenta, simplemente lo supo, el curioso gorro y antifaz de conejo no había conseguido engañarlo del todo.

–No debí haberte traído –agregó Manuel–. Es que...

Un grito desgarró la noche.

–¡Lucy! –dijo Border alarmado.

Al mismo tiempo la puerta de la taberna se partió al medio, descolgándose de las bisagras, y cayó al suelo. Asomándose, ¡grrr...!, gruñó Tod el leñador. Su expresión era atontada, como si estuviera perdido para siempre y no recordase ni siquiera su propio nombre. ¡Grrr...!, gruñó una vez más. Dio un par de pasos dubitativos, tanteando el aire con las manos, como si se hubiera quedado ciego de golpe. Sin embargo, sus ojos legañosos hicieron foco en nuestro par de héroes, y una chispa se avivó en su mirada. Su gruñido se alzó incontenible esta vez: ¡GRRR...!, desesperado, angustiado y... ¿hambriento?

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora