17. ¡Larga vida al Rey!

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Se escucharon pasos de botas entrando a la carrera, y la protesta del Sabio interponiéndose en su camino:

–¡El Templo es un lugar sagrado! ¡No pueden entrar así!

Al mismo tiempo la mirada de Manuel cambió de decidida a adormilada, e incluso sonrió, como si todo hubiera sido un juego. Y entonces cobró consciencia de lo que acababa de suceder:

–¡Amigo, no tendrás suerte la próxima vez! ¡Debes irte! –dijo regresando la espada al cinturón–. No soy yo en todo momento.

–¡Claro que no! ¡Es Fausto, está usando magia para controlarte!

–Pero... es que estoy tan cerca de hacer realidad mi sueño.

–¡Tu sueño se convertirá en pesadilla!

El barullo aumentó. Y pronto, los guardias, queriendo pasar todos al mismo tiempo, se apretaron contra la angosta puerta de la habitación donde estaba la Fuente de Agua Cristalina. Una voz muy conocida puso punto final a tanta torpeza:

–¡Silencio! ¡Háganse a un lado!

Border buscó una inexistente salida. El Comandante Rafo entró, y durante un brevísimo instante no supo cómo reaccionar, sorprendido, ante la presencia del Príncipe, que una vez más se había escabullido del palacio delante de sus narices.

–Príncipe Manuel. –Se inclinó, aunque manteniendo una mirada de odio directo a los ojos del pantanoso Border.

–¿De qué se trata esto? –lo interpeló Manuel.

–Lo lamento. Creímos que el extranjero –dijo Rafo con innegable desprecio– había profanado el Santuario con nefastas intenciones.

–Pensé que ayer había hablado claro al comunicar que Border es un amigo. Y que todo amigo del Príncipe lo es del Rey, y del pueblo por definición.

–No podría estar más de acuerdo. Es sólo que...

–¡Nada! –replicó Manuel–. ¡Tus explicaciones no sirven de nada!

Un coro de risitas recorrió al grupo de guardias. El Comandante Rafo se enfadó al punto de ponerse rojo como un tomate.

–Mi Señor –insistió con firmeza–. Tengo órdenes del propio Rey...

–La palabra del Príncipe es la palabra del Rey –dijo Manuel con una sonrisa soberbia.

–Siempre y cuando no exista contradicción –replicó el comandante con astucia–. Porque entonces la voz del Rey, su padre, el padre de todos nosotros, es y será –remarcó– la voz de la razón.

Y debía estar en lo cierto –tan claro como la luz del sol– porque Manuel balbuceó sin hallar qué decir.

–Permita que los escoltemos al palacio –continuó diciendo Rafo, con amabilidad, aunque se trataba de una orden que ni el propio Príncipe tuvo el valor de objetar–, para que el Rey ponga fin a esta infantil disputa.

Lo último que dijo fue claramente un insulto. Border miró a Manuel, que ahora había perdido cualquier rastro del valor que había demostrado hacía apenas un segundo, al hablar como un Príncipe. Estaba abatido. El Comandante Rafo no había tenido que recurrir a la fuerza, sólo había bastado con que mencionase al verdadero dueño de la Palabra y de los destinos de todos y cada uno aquel reino: el Rey.

–Comandante Rafo... –dijo Border. Todos salvo el Príncipe, completamente apático al mundo fuera de sí mismo, alzaron la vista. La sonrisa triunfante de Rafo se descolgó de su cara–. Más tarde –continuó diciendo el extranjero–, en el momento oportuno, usted y yo tendremos una conversación muy seria.

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora