13. El oscuro secreto sale a la luz

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Manuel giró y con la manga se restregó unas lágrimas que vaya a saberse por qué se habían derramado de sus ojos. ¿Acaso porque nunca en la vida había tenido un amigo verdadero... y ahora que lo había encontrado... lo terminaba echando de sus dominios porque... porque tenía que ocuparse de otros asuntos que eran mucho más... importantes? ¿Tenía acaso un destino que cumplir o se trataba de tonterías que se le habían metido en la cabezota?

Muchas veces había odiado el hecho de haber nacido príncipe. Poco antes de su excursión al pantano, donde se topó con Border, se convenció de que había llegado la hora de ocupar el sitio que le correspondía, pese a todas las críticas o, por el contrario, impulsado por estas. El Príncipe Manuel estaba dispuesto a dar batalla y enseñarles a todos lo que era capaz de hacer, y el propio Consejero del Rey lo apoyaba en secreto. Si conseguía cumplir el plan, su vida y la de todos en el poblado se daría vuelta como una moneda, de la noche a la mañana, tal cual como una moneda. Su padre por fin se sentiría henchido de orgullo y el pueblo a su vez le declararía, por fin y de una buena vez, su irrenunciable admiración. Sería amado por todos. Se cantarían canciones en su honor, de honor bien merecido y no de las otras canciones, que muchos cantaban burlándose de él (las había oído, se las sabía de memoria y hacía oídos sordos delante de los demás). A ojos de todos se convertiría en el Valiente Príncipe Manuel, y el mito trascendería todas las épocas, sin que hubiera nadie, nunca jamás, que al escuchar su nombre no sintiese una cálida tibieza en el corazón o huyera despavorido aterrado hasta los huesos.

En un acto reflejo, desenfundó la espada legendaria y la blandió haciendo frente a fantasmas de humo que le cerraban el paso. La espada de madera dibujó arabescos que permanecieron flotando en el aire: aros y bucles de brillantes esporas moradas. Y a modo de sortilegio repitió las palabras de Border:

No dejaré a ningún enemigo cretino con vida.

Se dirigió entonces hacia el palacio, despacio, sin perturbar (aún no, todavía no) a los pobladores que dormían en sus casas el plácido sueño de los ingenuos.

El edificio sólo se destacaba del resto de las construcciones del poblado por una torre que asomaba al frente. Dos guardias custodiaban la entrada principal. Manuel se escabulló entre las sombras, dio la vuelta por una callecita y trepó por la pared haciendo pie en los ladrillos sobresalientes hasta alcanzar una ventana abierta. En el último instante miró hacia atrás para cerciorarse de que nadie lo hubiese visto, y se metió.

Una llama brotó desde un rincón de la habitación a oscuras. Manuel desenfundó la espada con un movimiento rápido como un látigo. Sentado en el mullido sillón, lo esperaba...

–¡Fausto!... Por poco y uno de los dos no cuenta el cuento.

Fausto se rió por lo bajo entrecerrando los ojos. Su rostro tenía rasgos de anciano y de muy joven a la vez, según cómo lo relamiera la luz de la llamita que brotaba de la palma de su mano.

–Veo que recuperaste tu espada –dijo.

–Así es.

–No recuerdo que tuviese ese brillo morado.

Alguien me dijo que es una espada poderosa –respondió Manuel encogiéndose de hombros, parafraseando a su amigo.

–¿Tuviste que quitársela a la fuerza?

Manuel la colocó de nuevo en su cinturón.

–Border es un buen amigo, nada de eso fue necesario. Le pedí que dejara el pueblo y se marchó devolviéndomela.

–Los buenos amigos a veces se traicionan –sentenció Fausto jugando con la llamita, pasándola de una mano a la otra.

–Para que lo sepas –dijo Manuel a la defensiva–, me la entregó sin que yo le dijera nada.

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora