11. La hora de los héroes

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Detrás de Tod se sumaron otros aldeanos, todos ellos con la misma mirada perdida, gruñendo y tanteando el aire con sus manos. Con un movimiento rápido, Manuel se encasquetó el conejo en la cabeza y sus ojos (los ojos de Manuel) cambiaron de color, de avellana a rojo opaco y enseguida pasaron a un rojo intenso, casi eléctrico.

El inmenso Tod, que ya no era leñador ni mucho menos recordaba ahora haber sido Tod alguna vez, abrió su boca enseñando los dientes como un lobo rabioso y del fondo de su garganta brotó un gruñido espantoso:

¡GRRR...!

Border lo comprendió de repente: todos se habían convertido en...

–Zombis –dijo Manuel adivinando lo que pensaba su amigo.

Pero ¿cómo podía ser posible?... Quizá un grupo de leñadores había estado talando árboles en el Bosque Encantado... ¿En serio? ¡Una locura! Ni los más atrevidos eran capaces de intentar algo semejante. Aunque, y si así fuere, ¿entonces qué, acaso habían sido atacados por zombis y todos (o al menos muchos de ellos) habían vuelto al pueblo, sin más, silbando bajito, habiéndose contagiado, y ahora, al mismo tiempo (justo, exacta y puntualmente al mismo tiempo) se habían convertido en zombis? ¿Cómo podía ser posible?...

Border había tenido en el pasado algún que otro encontronazo con los no-muertos... Un nuevo recuerdo, un nuevo destello, otra farola en la noche de sus recuerdos.

–¡Cuidado! –gritó Manuel dándole a la vez un empujón.

Tod, que se había abalanzado hecho una furia, pasó de largo, fuera de control como un tren descarrilado.

Los zombis tienen precisamente la particularidad de tornarse salvajemente agresivos en un instante; un hambre infinito les carcome las entrañas.

Border rodó de lado. En el último giro, consiguió volver a ponerse de pie desenfundando la espada legendaria en el mismo movimiento. Por su parte, Manuel había dado uno de sus increíbles saltos, esquivando a Tod por encima de su cabeza (a más de dos metros de altura); evidentemente obtenía estas habilidades del conejo... de algún modo. El tren descarrilado chocó contra la pared de la casa vecina, la derribó y siguió adelante, cegado por la furia y el hambre.

¿Manuel era un mago? Luego, Border, luego, se dijo. No era momento de ponerse a sacar conclusiones, sino de actuar. Y corrió hacia la taberna.

–¡No entres ahí, estás loco! –le advirtió Manuel.

Los zombis gruñían en el interior. Los que se habían asomado afuera, miraban con cara de tontos, así como si se tratase del primer día de su vida (o más bien de su muerte). Al fijar los ojos en Border, como es natural, se volvieron rabiosos. Sin embargo, eso no hizo titubear a nuestro héroe, él ya había tomado un decisión.

A su paso, la espada legendaria fue dejando detrás una estela apenas perceptible de esporas moradas. El primer zombi que le salió al encuentro se llevó de regalo un espadazo en la mejilla, como un bofetón de madera. ¡Plaf!, resonó, y cayó al suelo doblado de la lado así como U invertida. El segundo no tuvo mejor suerte. ¡Toc!, un golpe seco como un martillo en plena cabeza (y no se le partió el cráneo de casualidad, aunque le desapareció el cuello como hacen las tortugas cuando ocultan la cabeza dentro del caparazón) y cayó sentado con cara de mamá quería que estudiase para doctor y fíjense donde fui a terminar. La vida puede ser cruel, y mucho más siendo un zombi. El tercero, ya dentro de la taberna, se quedó sin aire cuando Border le hundió la punta de la espada en el estómago; se torció hacia delante como una C, por lo que nuestro héroe aprovechó el bug para pisarle la espalda y usarlo de trampolín, pasando por encima de zarpazos y desesperados tarascones.

El Rey Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora