Capítulo 9

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La historia del incidente en el lavabo se extendió de inmediato.

Donde quiera que fuéramos, los campistas nos señalaban y murmuraban algo sobre el episodio. O puede que sólo miraran a Annabeth, que seguía bastante empapada.

Me enseñó unos cuantos sitios más: el taller de metal (donde los chicos forjaban sus propias espadas),
el taller de artes y oficios (donde los sátiros pulían una estatua de mármol gigante de un hombre cabra),
el rocódromo, que en realidad consistía en dos muros enfrentados que se sacudían violentamente,
arrojaban piedras, despedían lava y chocaban uno contra otro si no llegabas arriba con la suficiente
celeridad.

Por último, regresamos al lago de las canoas, donde un sendero conducía de vuelta a las cabañas.

—Tengo que entrenar —dijo Annabeth sin más—. La cena es a las siete y media. Sólo tienes que seguir desde tu cabaña hasta el comedor.
—Annabeth, siento lo ocurrido en el lavabo. —dijo Percy
—No importa.
—No ha sido culpa mía.
Annabeth lo miro escéptica
—Tienes que hablar con el Oráculo —dijo Annabeth.
— ¿Con quién?—respondió

—No con quién, sino con qué, El Oráculo, Se lo pediré a Quirón.

Miré el fondo del lago, y vi mi reflejó
No esperaba que nadie me devolviera la mirada desde el fondo, así que me quedé de una pieza cuando noté que había dos adolescentes sentadas con las piernas cruzadas en la base del embarcadero, a unos seis metros de profundidad.

Llevaban pantalones vaqueros y camisetas verde brillante, y la melena castaña les flotaba suelta por los hombros mientras los pececillos las atravesaban en todas direcciones.
Sonrieron y saludaron a Percy como si fuera un amigo que no veían desde hacía mucho tiempo.

Atónito, él les devolvió el saludo.
—No las animes —le avisó Annabeth—. Las náyades son terribles como novias.
— ¿Náyades? —Hasta aquí hemos llegado. Quiero volver a casa ahora. — dijo Percy

Annabeth puso ceño.
— ¿Es que no lo pillas, Percy? Ya estás en casa. Éste es el único lugar seguro en la tierra para los chicos
como nosotros.
— ¿Te refieres a chicos con problemas mentales?
—Semidioses —apostilló Annabeth—. Ése es el término oficial. O mestizos, en lenguaje coloquial.
—Entonces ¿quién es tu padre?—dije
Aferró con fuerza la barandilla. Tuve la impresión de haber tocado un tema delicado.
—Mi padre es profesor en West Point —me dijo—. No lo veo desde que era muy pequeña. Da clases de Historia de Norteamérica.
—Entonces es humano. — Dijo Percy
—Pues claro. ¿Acaso crees que sólo los dioses masculinos pueden encontrar atractivos a los humanos?
¡Qué sexista eres!
— ¿Quién es tu madre, pues?
— Mi madre es Atenea la diosa de la sabiduría y la batalla

— ¿Y mi padre? —Dijo Percy
—Por determinar —repuso Annabeth—, como te he dicho antes. Nadie lo sabe.
—Excepto mi madre. Ella lo sabía.
—Puede que no, Percy. Los dioses no siempre revelan sus identidades.
—Mi padre lo habría hecho. La quería.
Annabeth respondió con mucho tacto; no quería desilusionarme.

—Puede que tengas razón. Puede que envíe una señal. Es la única manera de saberlo seguro: tu padre
tiene que enviarte una señal reclamándote como hijo. A veces ocurre.
— ¿Quieres decir que a veces no? — le conteste
Annabeth recorrió la barandilla con la mano.

—Los dioses están ocupados. Tienen un montón de hijos y no siempre... Bueno, a veces no les importamos, Elizabeth. Nos ignoran.

Pensé en algunos chicos que había visto en la cabaña de Hermes, adolescentes que parecían
enfurruñados y deprimidos, como a la espera de una llamada que jamás llegaría. Pero los dioses deberían comportarse mejor, ¿no?

Elizabeth y El Ladron Del RayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora