capítulo 7

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Tuve sueños rarísimos, uno donde era perseguida por una especie de arañas robots, otra donde estaba con un perro de tres cabezas que quería que jugara con el ala pelota.

Debí de despertarme varias veces, pero lo que oía y veía no tenía ningún
sentido, así que volvía a quedarme dormida.

Me recuerdo descansando en una
cama suave, alguien dándome cucharadas de algo que sabía a pudin. La chica de cabello rizado y rubio sonreía
cuando me daba de comer.

— ¿Qué va a pasar en el solsticio de verano? —me preguntó al verme con los ojos abiertos.
— ¿Qué? —mascullé.

Miró alrededor, como si temiera que alguien la oyera.
— ¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que han robado? ¡Sólo tenemos unas semanas!
—Lo siento —murmuré—, no sé...

Alguien llamó a la puerta, y la chica me llenó la boca rápidamente de pudin.

La siguiente vez que desperté, la chica se había ido.

Cuando por fin recobré la conciencia plenamente, no había nada raro
alrededor, salvo que era más bonito de lo normal. Estaba sentada en una tumbona en un espacioso porche, contemplando un prado de verdes colinas. La brisa olía a fresas.

Tenía una manta encima de las piernas y una almohada detrás de la
cabeza. Todo aquello estaba muy bien, pero escuché a alguien llorar

Era Grover al lado de Percy. El pobre chico —o pobre cabra, sátiro, lo que fuera, parecía estar esperando un castigo.
—No ha sido culpa tuya —dijo la voz de Percy.

—Sí, sí que lo ha sido. Se suponía que yo tenía que protegerlos.
—¿Te pidió alguien que nos protegieras?
—No, pero es mi trabajo. Soy un guardián. Al menos... lo era.
—Pero ¿por qué...?

Me intente poner de pie pero los brazos y las piernas me pesaban como si fueran plomo.

De repente me sentí mareada, la vista se me nubló y caí de la cama al piso.

— ¡Eli! Estas despierta, no te esfuerces más de la cuenta. Toma.

Me ayudó a sostener el vaso y me puso la pajita en la boca hizo lo mismo con Percy.

Su sabor me sorprendió, porque esperaba zumo de naranja. No lo era.

Sabía a café como el que hacia mi papá Al bebérmelo, sentí un calor intenso y una recarga de energía en todo el cuerpo.

Antes de darme cuenta había vaciado el vaso. Lo miré fijamente,convencido de que había tomado una bebida caliente, pero los cubitos de hielo ni siquiera se habían derretido.

— ¿Estaba bueno? —preguntó Grover.
Asentimos los dos al mismo tiempo.
— ¿A qué sabía? —Sonó tan compungido que me sentí culpable.
—Perdona —le contesté—. Debí dejar que lo probaras.
— ¡No! No quería decir eso. Sólo... sólo era curiosidad.
—café como el que prepara papá.
— ¿Y tú Percy?
— A las galletas que hacía mi mamá
— ¿Y cómo se sienten?
—Podría pelear contra Nancy Bobofit y todas sus amigas.— contesté
—Eso está muy bien —dijo—. Pero no debes arriesgarte a beber más.
— ¿Qué quieres decir?

Nos retiró el vaso con cuidado, como si fuera dinamita, y lo dejó de nuevo en la mesa.

—Vamos. Quirón y el señor D están esperándolos.

Al recorrer una distancia tan larga, las piernas me flaquearon.

Cuando giramos en la esquina de la casa, aspiré hondo.

Debíamos de estar en la orilla norte de Long Island, porque a ese lado de la
casa el valle se fundía con el agua, que destellaba a lo largo de la costa. Lo que vi me sorprendió. El paisaje estaba moteado de edificios que parecían arquitectura griega antigua

—un pabellón al aire libre, un anfiteatro, un ruedo de
arena—, pero con aspecto de recién construidos, con las columnas de mármol blanco relucientes al sol.

En una pista de arena cercana había una docena de chicos y sátiros jugando al voleibol. Más allá, unas canoas se deslizaban por un
lago cercano. Había niños vestidos con camisetas naranja como la de Grover, persiguiéndose unos a otros alrededor de un grupo de cabañas entre los árboles.

Algunos disparaban con arco a unas dianas. Otros montaban a caballo por un sendero boscoso y, a menos que estuviera alucinando, algunas monturas tenían alas.

Al final del porche había dos hombres sentados a una mesa jugando a las
cartas. La chica rubia que me había alimentado con el pudin estaba recostada en la balaustrada, detrás de ellos.

El hombre que estaba de cara a mí era pequeño pero gordo. De nariz
enrojecida y ojos acuosos, su pelo rizado era negro azabache. Parecía un querubín llegado a la mediana edad en un camping de caravanas. Vestía una camisa hawaiana con estampado atigrado.

Elizabeth y El Ladron Del RayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora