Capitulo 11

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A la mañana siguiente, Papá me trasladó a la cabaña 1.
No tenía que compartirla con nadie. Gozaba de espacio de sobra para todas mis cosas: el cuerno de Minotauro, un juego de ropa limpia y un baño solo para mí. Podía sentarme en mi propia mesa, escoger mis actividades, gritar «luces fuera» cuando me apeteciera y no escuchar a nadie más.

Pero me sentía totalmente sola.

Ya me había empezado a sentirme aceptada y que podía ser una chica normal —o tan normal como se pueda cuando eres una semidiosa—, cuando salía de la cabaña me separaban como si tuviera una enfermedad rara al igual que Percy, teníamos nuestras actividades por separados, comíamos solos en nuestras mesas, era completamente incómodo, nunca me había gustado ser el centro de atención.

Percy y yo hablamos del tema y llegamos a la extraña conclusión que nadie mencionaba al perro del infierno, pero teníamos la impresión de que todos lo comentaban a nuestras espaldas. El ataque había asustado a todo el mundo.

Aquel ataque enviaba dos mensajes: uno, que éramos hijos de dioses sumamente poderosos; y dos, los monstruos no iban a detenerse ante nada para matarnos. Incluso podían invadir el campamento que siempre se había considerado un lugar seguro.

Los demás campistas se apartaban de nosotros todo lo posible. Después de lo que les habíamos hecho a los de Ares en el bosque, la cabaña 11 se ponía nerviosa con nosotros, así que mis lecciones de espada con connor eran particulares.

Me presionaba más que nunca, y no temía magullarme en el proceso mayormente entrenábamos en las noches.

—Quien lo diría mi compañera es la hija del dios del rayó y por lógica vas a necesitar todo el entrenamiento posible para defenderte de los monstruos —me dijo, mientras practicábamos con espadas y antorchas ardiendo—. Vamos a probar otra vez ese golpe para descabezar la víbora. Repítelo cincuenta veces más.

Annabeth seguía enseñándonos griego por las mañanas, pero parecía distraída. Cada vez que Percy decía algo, le regañaban, como si acabara de darle una bofetada.

Después de las lecciones se marchaba murmurando para sí: «Misión... ¿Poseidón...? Menuda desgracia... Tengo que planear algo...»

Incluso Clarisse mantenía las distancias con nosotros, aunque sus miradas cargadas de veneno dejaban claro que quería matar a Percy por haberle roto la lanza mágica. Deseé que me gritara, me diera un puñetazo o algo así. Prefería meterme en peleas a que me ignoraran.

Cayó la noche, comimos en nuestras respectivas mesas y ofrecimos nuestros alimentos a los dioses como todas las noches, yo le seguía dando mi ofrenda a Hestia, luego de eso Percy y yo nos despedimos y luego me fui a mi cabaña.

—Luces fuera —dije con tristeza.
Esa noche tuve un sueño de lo más raro.

Corría por el cielo en medio de una tormenta. Esta vez había una ciudad detrás de mí y abajo una playa. La ciudad no era Nueva York. Estaba dispuesta de manera distinta, los edificios más separados, y a lo lejos se veían palmeras y colinas.

A unos cien metros de la orilla, dos hombres peleaban. Parecían luchadores de la televisión, musculosos, con barba y pelo largo. Ambos vestían túnicas griegas que ondeaban al viento, una rematada en azul, la otra en verde. Se agarraban, forcejeaban, daban patadas y cabezazos, y cada vez que colisionaban, refulgía un relámpago, el cielo se oscurecía y se levantaba viento.

Yo tenía que detenerlos. No sé por qué, pero cuanto más me acercaba el viento ofrecía mayor resistencia,
hasta que acabañe en la arena sin poder moverme, mis talones hundiéndose en la arena.

Elizabeth y El Ladron Del RayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora