Capítulo 13

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Las calles neoyorkinas soportaron la persecución de autos protagonizada por Jacqueline y Damian.

― ¡Jacqueline, detente! —el joven gritaba con insistencia desde su cabina hasta la próxima. Sonaba la bocina, aceleraba, pero ella se adelantaba más — ¡Jacqueline, tenemos que hablar!

Ella tenía una telaraña de pensamientos y sentimientos, ni sabía a dónde se dirigía. Huía efusivamente del dolor más que del hombre. Algo se quebraba dentro de ella, tanto que las lágrimas se habían congelado en sus ojos, no se atrevían a salir.

Y aquella confusión llegó a su clímax en medio de luces intensas, un último grito de su nombre, llantas chillando en el pavimento y el gran golpe.

Damian alcanzó a frenar en la intersección, sin embargo Jacqueline se encontró con otro auto y patinaron abruptamente hasta la siguiente vereda.

Al amanecer, familiares y amigos que hasta hacía poco celebraban en el restaurante, se reunieron de nuevo para velar por la salud de Jacqueline en el hospital.

La versión de Damian fue vaga, pero no podía ahondar mucho para no hacer más grande el problema: «Jacqueline y yo tuvimos un mal entendido, se alteró y salió corriendo hasta su auto. No la pude detener y ocurrió el accidente. Eso fue lo que pasó, por favor, tranquilícense todos. El doctor ya dijo que despertará luego, que ella está bien».

― No te creo —en la espera, Susan abordó al joven a solas—, eso que dijiste hace rato. ¿Qué rayos fue lo que pasó en realidad?

― Escucha, es la verdad. Todo va a estar bien, solo tengo que hablar con tu hermana luego.

― Algo muy grave tuvo que haber pasado para que ella reaccionara así. Damian, no me provoques y habla de una vez.

― Susan, Susan... —el dolor de cabeza que tenía se intensificaba—. Te aprecio mucho, pero preferiría que respetaras esto que solo nos concierne a Jacquie y a mí.

― Bien —y le costó decirlo—. Solo por esta vez. Pero si acabas de destrozarle el corazón a mi hermana, no te vuelvas a aparecer ni a un metro de ella.

― Yo la amo con mi vida —dijo después de un decidido respiro—. Es todo lo que importa, ¿no?

Ella bufó.

― No. Si se ama no se lastima.

― Pero... ¡Ugh! Esto es un lío —dijo para sí mismo—. Es difícil de explicar todo, pero lo que siento por ella es concreto... —se vio pensativo— y a la vez frágil, pero limpio y sincero.

― Humm... Como un «Dulce cielo»...

― Susan, no soy perfecto, y sí, cometí errores, pero en medio de todo el caos, lo que siento por ella no es ninguna farsa.

― ¿Seguro que no dices esto solo para tenerme de tu lado?

― Sí.

― Qué descaro.

― ¡Pero solo porque es cierto!

Lo miró con intensidad, abrió la boca pero apenas salió un fuerte respiro y se fue. Damian no insistió.

En la cafetería, Sebastián reunió el coraje necesario y se acercó a la gemela.

Richard lo consideraba como otro hijo, lo apreciaba y consideraba, y fue el primero en darse cuenta de lo que sentía por Susan, pero como todo padre celoso y protector, trató de espantarlo con indirectas, sin embargo, a Sebastián le entraba por un oído y le salía por otro. El padre se rindió viendo que el muchacho era tan cobarde que no se atrevía ni invitarla a salir, muy en el fondo se daba crédito por eso. Aunque con el paso del tiempo se fue haciendo a la idea, «mejor este chico que otro salvaje que se aparezca». Entonces empezó a alentarlo con más indirectas, lo cual confundió profundamente a Sebastián, hasta que un día se hartó y lo dijo de frente: «¡Amo a su hija! ¿Está bien?», se puso de todos los colores y el pulso cardíaco se le aceleró como si se lo hubiera dicho directamente a Susan. Richard rió y contestó: «Bueno, pues díselo». Y se fue. Después de ese día, el chef aprovechó cada instante para molestar a su gerente si lo atrapaba admirando a su hija.

Sebastián estaba harto de la humillación a su pobre corazón, así que al fin se decidió.

― Susan...

― Oh, hola —alzó la cabeza desde su asiento. Disfrutaba de un café mientras pensaba en su última conversación con Damian—, pensé que te habías ido. ¿Sabes?, es muy considerado de tu parte que estés aquí, en serio gracias. Siéntate, por favor.

― ¿Quieres salir conmigo esta noche?

― ¿Ah?

― Sé que este no es un buen momento, okay, sí, realmente no lo es. ¿Sabes qué? Soy un tonto, tu hermana está en cama, inconsciente y yo estoy aquí solo por ti. Ahora pensarás que soy de lo más egoísta, pero... —ahí recién tomó un respiro—. Tal vez podamos salir otro día si lo quieres. No, olvídalo. Este no es ni el momento ni el lugar. Soy un atrevido —dio media vuelta y tres pasos después Susan le habló.

― ¡Oye! —se detuvo— ¿Qué crees que haces? —ella se levantó y él la encaró con timidez—. ¿Qué clase de hombre invita a salir a una mujer y se va sin una respuesta?

― No debí... Yo... Lo siento tanto...

― Dame tu celular.

― ¿Qué?

Ella misma metió la mano al bolsillo del pantalón y lo sacó. Escribió en él y se lo extendió.

― Ahora tienes mi dirección y mi número. No sé si fuiste muy valiente o muy tonto, porque me preocupa mi hermana ahora, así que, llámame cuando todo esto haya pasado y salimos, ¿de acuerdo? —lo besó en la mejilla—. Honestamente pensé que nunca llegaría este día —tomó su café y se alejó con una inmensa sonrisa.

Sebastián sacó su pañuelo y secó su frente. Estaba tan pálido como el papel, y casi sin darse cuenta también sonrió. No mucho después, estaba en la sala de emergencias con una enfermera, mientras le tomaban la presión.

― ¿Usted qué dice, señorita? Después de lo que le conté, ¿eso significa que ella dijo que sí? ¿Aceptó la cita?

― Que sí, señor, por enésima vez —respondió con cansancio.

― Es que... han pasado años desde que nos conocimos. Aún estoy confundido.

― Cálmese, su presión está bien, todo es psicológico. Ahora vaya, coma unas galletas, tómese un café y regrese a casa.

― No puedo. Si me voy, ahora sí pareceré un egoísta. Si todo sale bien, podría ser mi futura cuñada de la que estamos hablando. Tengo que ir a apoyar a Susan ahora más que nunca. Ser un buen novio —la enfermera lo miró extrañamente—. Digo, un buen prospecto de novio.

― Como quiera.

Era delgado, sin músculos marcados pero simpatiquísimo a sus veinte años. Poseía un par de ojos negros y cabellos castaños que eran una debilidad para Susan, pero ella, tan acostumbrada a que los chicos dieran el primer paso, no hizo nada más que mostrarse coqueta hasta que él se atreviera a mover la primera pieza de ajedrez.

Esperó y se cansó.

Aun estando a minutos de irse del país para especializarse en cocina en Canadá, Sebastián no le dijo nada y ella finalmente se rindió con él.

Hasta ese instante, cuando sus ilusionesrevivieron.

Dulce cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora