Amorfos, verborrea y fanfarroneo (III).

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I.

Invoco en este aquelarre a las brujas, al azar, al tarot y a la materia amorfa que le obsequió cariño, con su mano pútrida, al verano más largo. Arrojo la sangre que emana de mis venas, el impulso efusivo y la voz rota, se mezclan con el telar de la cabra. Y es así, como me atrevo a formar parte de los dogmas, sin ética, de los que tanto quise escapar cuando era niño. Ahora juego con los hilos del tiempo y soy una marioneta tildada al misterio; borrada de la faz conocida, pues todo aquel que pisa el límite no ofrecido; es digno de ser olvidado. Todo el que le dé la espalda a Dios ha de ser arrojado al fuego eterno. Más allá del campo arrebolado de El Edén.

me ardes, me quemas. Entre toda esa llama comburente, te imploro en el día y espero seguir cayendo con los rayos de luz para admirarte desde el cobijo de las murallas. He levantado una torre imperial a lo lejos, sepulté el idioma y bebí completamente del cáliz para absorber el conocimiento. Y aprendí a sufrir. Aprendí a arrepentirme. A suplicar y recibir misericordia.

Esto no puede ser obra de algún fenómeno irrelevante; tiene que circundar todas las demandas filosóficas, tiene que pelear contra el complejo físico descubierto. Invoco el aquelarre durante la noche lluviosa, del verano más largo; para controlar así la llama cautiva, pues solo en el medio visible y con la jaula concreta, el fuego se podrá apagar.

II.

Yo recuerdo tu cuerpo con el trazo de mis manos. Lo dibujo con lenguas de fuego para impregnar su rastro en el sitio de combustión. Arde esta pasión descomunal de encontrarte sin medidas, de recrearte basándonos en lo que vieron mis dedos al deslizarse el uno tras el otro entre la penumbra de tus piernas, los pocos garitos de luz y el cerco frío donde se recostaba el arcuato sideral de tu espalda. Magnifico tus delirios “amorfos”.

Ninguna bestia del mundo humano posee el desvarío de tu médula; parece que tus dunas de arena fueron cristalizadas con el vértigo del sexo. Toda la humedad que emana de ti es circunstancial. El que mi lengua se satisfaga con tus miedos, con tus temblores y mimetismos, es quizá consecuencia del cansancio que venimos cargando de los moteles y las camas incómodas, de las ocasiones acostados sobre la hiedra y sobre la acera mojada; sobre el rubor de la sombra y entre los rincones del parque remoto, bajo un árbol sin hojas, en el piso discreto de tu habitación.

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