7 de septiembre. He vuelto a hablar de "la causa".

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Si tuviera el valor de enfrentar las cosas, quizá hoy sería un sujeto distinto. Si creyera en mí, tan pronto como las ideas cobrasen vida en mi cabeza, estas serían dichas. Pero no, nada de eso ocurre. Y, sin embargo, a pesar de esa nula capacidad para asimilar con sensatez la sensibilidad de una situación; a pesar de ello, te confieso que eres “la causa”. Te denomino de un modo tan divagante porque solo así te encuentro real dentro de mi cabeza.

“Es patético mencionar todo esto, ahora mismo, ¿no lo crees?”.

Y digo eso porque, justamente, mientras me susurran, escribo esta barbaridad y, al mismo tiempo, trato de desquebrajar el recuerdo de la única fotografía que tengo contigo. Es lo primero que se me ha cruzado por la imaginación. El único recuerdo que sobra del exterior y de las ocasiones vivaces permanece conmigo. Sin embargo, las drogas comienzan a robarse parte de mi memoria; o quizá soy yo, fingiendo que todo se me escapa de las manos.

Aun no sé cuánto soportará mi cuerpo de este embate locomotor. Aun, en la aflicción, algo me sostiene de modo vívido.

Hay ciertos comportamientos en ti que me invitan a la causa. Y digo “la causa” porque así nombro a la cabalidad de tu recuerdo. Es una compulsión. Pero, déjame afirmar que más que una maldición, luce etérea como una absoluta maravilla. Entre mis arrebatos, vago por las avenidas y justo cuando algún fantasma se entromete con furor, llenándome de rabia impoluta, entiendo entonces que es “la causa” lo que está presente, que eres tú quien me persigue a través de murmullos, que eres tú quien me conlleva a luchar contra toda esta desesperanza.

Después de todo,

¿cuántas causas no han ayudado a extender una guerra?

No, no. No hablo de conflictos contigo; solo de compromiso. Del compromiso de un hombre de infantería cuando se despliega con el pelotón para ir a la muerte.

Por ello eres “la causa”.

¡Qué decirte, Carolina! Me he mentido todo este tiempo; he buscado resquicios de tu maniquí en cada garito de las habitaciones en donde he podido sumir la cara. A donde quiera que voy, siento que estás. Has huido a la ciudad de las máscaras y ya casi no recuerdo el aspecto de tu rostro al mirarme. Sigo pensando en la palidez de tu piel, en la sobriedad de tu cabeza, pero, también en la testarudez de tu intuición. Creo que te quiero de un modo insoportable, al filo de lo sobrenatural.

De lo sobrenatural que es incluso tu presencia.

De lo sobrenatural que se siente todo cuando no hay medicamentos. Cuando solo existe una exquisita abstinencia.

            ¿Abstinencia de ti?

Aún recuerdo tus lunares; como dos gotitas de pudor en tus mejillas, dos gotitas simétricas que jugaban a esconderse bajo la sonrisa sintética. Bajo una sonrisa rosa mexicano. Tus labios contrastaban tanto con tu arena, así como con tu capacidad escurridiza de huir del sol, con la manera de juguetear y contar cuenta tras cuenta dorada del rosario, de mutar en el lapso del atardecer para imitar el modo en que el horizonte se devora al sol, esa sutil manera de esconderse de los ojos de todo el mundo: así, así te recuerdo, Carolina. Así me mantienes en la trinchera de esa vana soledad.

Y te escondes, porque, entre cada escondrijo de mi laberinto mental, se haya un palacio de cristal que reverbera lo que soy y que yo también he escondido. No hay secretos. No se puede ocultar esta enfermedad.

En cada escondrijo del laberinto mental sigue escondida. ¿Qué es lo que tanto me lleva a ti? ¿Serán los cientos de movimientos serpenteantes cuando la soda stereo emulaba Sex on Fire de Kings of Leon? ¿O era acaso tu infinita afición por The Killers?

“All that I wanted was a little touch, a little tenderness […]

I didn’t ask for much […]”.

Sí, quizá era tu forma de querer mutar con el atardecer, con el anochecer, quizá el elemento clave para mantenerse oculta entre el ramillete de rosas que cubre el palacio de cristal. Quizá el sonido chillón de su voz. Quizá la sensibilidad desbordante de su uno-sesenta-y-tres.

                                               Quizá.

Quizá es porque se trataba de ella. Y no necesitaba tratarse de algo más.

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