XXIII.

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Aun sin razón, te escribo, trasnochado;
con insomnio, en desvelo.

No eres mía; eres de ellos.

No eres mía; le perteneces a alguien más.

Dime entonces, ¿para qué las promesas, los diluvios y los besos?
¿Para qué las avenidas, las erecciones y los esteros?
¿Para qué los demonios, la entrega y la castidad?

A pesar de los argumentos, te habrías de marchar.
¿Para qué escudriñar en las marañas de acero?
Le perteneces a las dudas y a los miedos.
¿Para qué desnudarte de la soledad?

¿Para qué mentirme?

¿Para qué desearte?

Si eres solo una singularidad…
Si eres solo un invento.
Eres una brevedad.
Eres solo otro sueño.

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