Amorfos, verborrea y fanfarroneo (II).

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I.

Qué quedará cuando la pirámide te haya olvidado, qué será de tu sombra cuando el sol se borre y cuando el mar le impacte. Ahora, el marfil con el que se ha trazado la cubierta de este lugar ya no provendrá de tu cuerpo, la materia prima. No expira más química inherente. No hay exotermo ni diapédesis cibernética. Cómo podrá la ciencia justificar tu aparición si todos tus fragmentos han desaparecido, de modo volátil. Violación físico-química; Lavoisier, termodinámica, y todo ese entremés que no entiendo y que oso entender. Cómo será tu rostro en esta dimensión donde la realidad acobijó una esperanza fría, cómo puedo redirigir el efecto de la luz y las moléculas contra todo lo previsible, contra todo lo propuesto. Paradojas, similitudes, leyes de atracción y teoremas, ecuaciones cargadas de fracciones, límites y singularidades-infinitesimales. En ninguno de aquellos sucios libros he de encontrar una respuesta. Las lecturas son insuficientes para entender la inmersión cuántica.

Soy un idiota, eso es claro. El que yo no comprenda jamás ha de ser un pretexto ocasional para demeritar a los de “bata blanca”, a los ratoncitos de la rueda, y a las cubetas capta-adefesios. Cuál es el problema de esta sombría adaptación de formas y colores. Aun cuando parece que asemejo un brebaje de conciencia, hace días que perdí la razón. No bebo agua, no ingiero alimentos; me condecoro a morir aullándole a la luna por explicaciones y solventar con los dulces vacíos de la palabra, la morada tenue de la desolación y la miseria. Con cada minuto que resuena en el reloj de caoba, se van apagando una a una mis ilusiones, y el sueño de una revolución estelar es ahora ya una utopía adherida a la raíz de la tierra impía. El heno del atardecer suprime mi aliento y deja que los recuerdos tristes de aquella amarga aventura ahora sean mera charlatanería para quien sea, pues nada de lo intangible tiene valor. Necesita desvelarse una forma para hacer materializar el ente del amor, el del cariño. Desconexión axónica y refutación para el sincerebro del diccionario.

Ochenta mil y más palabras; y no se encuentra la manera de matar al “engendro cariñoso”. Solo la dialéctica borgeliana le podría someter; el ojo decadente que todo lo veía, que todo lo pareciese saber. El cumplido de Diderot, la semántica de Leibniz, la amargura en el sueño, la barbarie metafísica. No bebo agua porque los muertos no pueden degustar la vida.

Quién sueña con quién en esta dimensión ofrecida al azar; en cuántas otras estaremos disputando alguna posibilidad mutua. En cuántas otras hemos de caer en un sinsajo de definiciones, pues nadie nos haya, pues nadie nos ha escrito y nadie sabe nuestros verdaderos nombres. Y si es que esto cumple con la denominación de posibilidades, inclusive podría confesar la presencia de una posibilidad donde el hambre no muta, donde las bacterias surcan el cuerpo de los virus y nos enseñan a implosionarlos; donde la gravedad pueda ser violada como el cuerpo de una infanta en el agua, bajo el cáliz de la ciudad más amarga y poblada de todas. Existe una infinita circunstancia donde los ecos de nuestras voces son meros murmullos cargados hacia el cielo y son colectados por las hojas para ser usadas como aire. Un lugar donde el desvarío de nuestras palabras conoce nuestras derogaciones, donde no hay un límite establecido para jugar con los recelos del axioma y el sufijo; donde la crítica yace oculta bajo alfombritas de terciopelo y donde los perros hablan cuando necesitan ser acariciados; donde “también se puede vomitar conejos”, y en donde el surrealismo funciona eterno como una rueda sin retorno.

II.

La marea amarga me pregunta de ti. Lo sé porque con sus pseudópodos de agua se entromete bajo los dedos de mis pies y traza mensajes con la espuma salada. Ahora yaces en la tierra de las nubes grises. Me cuestiona para saber si el amor permaneció inmutable como juramos que sería (recuerdo que lanzamos unas monedas a una fuente de deseos). Me interroga sobre los puntos de conexión que existen ahora entre tu boca y la mía y si, de algún modo, nos hemos comunicado en todo este tiempo. La marea está enojada, no te ha visto y comienza a desvariar.

Qué confesión tan mordaz la que me ofrece el horizonte con su sol y sus arreboles. Con su paraje sin sombra y con su finita oscuridad que yace oculta tras la acuarela azul. La marea sombría se jacta entre la espuma filtrada, entre la lluvia, bajo la tierra, sobre el punto o rincón más despreciable de la esquina planetaria; su información es radical: ella no existe más en esta realidad subversiva. Si me aferro a su regreso indomable, sobre la bahía de arena y mugre, entonces me quedaré en esta soledad, por siempre. Sin ella. Si me arremeto a romper el paradigma macabro y la ley propuesta; entonces quizá llegaré a hallarle.

Llegaré a hallarle en la dimensión de los fractales y el fuego que no arde; el fuego que hiela la sangre y que congoja la piel con nubecitas terciopeladas de carbón y granizo. La dimensión de las risas infinitas y los niños sin hambre; donde el mundo se traza con nuevos colores inimaginables y con esporas de luz que revientan con solo ser tocadas; así como rehiletes de papel que funcionan por energía libre.

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