Doce

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MI PAPÁ

Mi papá y yo nos conocimos cuarenta días después de mi nacimiento. No escuché su voz desde la barriga de mi madre, y mi existencia fue reconocida por teléfono.
Mi papá llegó tarde a mi vida, pero decidió quedarse.
Mi papá solía jugar conmigo cuando niña; vivíamos en una habitación en casa de mi abuela, quizá en su antiguo cuarto, no lo sé, nunca me lo ha dicho, pero ahí compartimos momentos divertidos. Me cantaba con su voz desafinada y también bailaba, le copiaba los pasos a mi abuela para hacerme reír.
Mi papá era mi compañero. Parecía que quería compensarme el tiempo perdido, o que ser padre había sido su sueño secreto, inimaginable, algo que ni siquiera él sabía que deseaba. Mi padre me quería porque era su hija, y yo lo presumía: cuando salíamos juntos y la gente que lo conocía decía que nos parecíamos y que teníamos los mismos ojos, me sentía agradecida.
Mi papá era mi héroe y mi mejor amigo.
Pero un día, culpando un poco al tiempo y quizá otro tanto a la vida, todo cambió. Mi papá cambió.
Su vida no parecía la misma, se enojaba y desaparecía; parecía que vivía otra vida en secreto, o que se esforzaba por mantener su vida conocida de manera firme y sin complicaciones, pero todo se le vino abajo, y con ello yo también.
Le dije a mi padre que no quería seguir viviendo, que me lastimaba, y me abrazó. Me dijo que era fuerte, que él confiaba en mí y que iba a protegerme, pero mi papá me estaba mintiendo, justo ahí, en el momento más vulnerable de mi vida, mi papá me trató como si no fuera su hija.
Mi papá vio en primera fila como mi vida se tambaleaba, como se me iba el tiempo en la nada, como se atascaban mis sueños y en lugar de extenderme una mano, se reía. Mi papá dejó de creer en mí como lo hacía, empezó a evidenciar mis fracasos y a generarme un miedo inmenso a perder. Mi papá me lastimó, pasó de hacerme reír, a hacerme llorar.
Mi papá se convirtió en un enemigo al que tenía que combatir sin siquiera saberlo; cada vez nos hablábamos menos, nos entendíamos menos, nos escuchábamos menos y nos queríamos menos.
Mi papá me entregó al peligro sin advertencia ni remordimientos, esperando que de esa manera lograra crecer, equivocándose, volviendo a lastimarme.
Mi papá empezó a juzgar mi dolor. No comprendía porque lloraba, sufría o me dolía la vida cuando la juventud me abrazaba y mis responsabilidades eran escasas, pero es que mi papá no cargaba mi pecho, no sentía lo que yo sentía, no le quemaba la inmensidad de la depresión en la que yo me ahogaba, porque mi papá no se lastimaba. Mi papá no era víctima de sus palabras, de sus miradas ni de sus mentiras.
Mi papá me hizo creer que su cariño y preocupación equivalían a la cantidad de dinero que llevaba en la cartera, y pobre de mí si le quitaba de más, porque entonces me convertía en egoísta y aprovechada: mi papá me hizo sentir que era una carga.
Ahora mi papá intenta entender, hablar o a veces callarse, pero ya no queda mucho por rescatar.
Mi papá olvidó que el tiempo pasa, no perdona, y que los hijos crecen.
Mi papá olvidó que el respeto no se impone, que el cariño se alimenta, que el dinero va y viene y que lo único seguro es la verdad.
Mi papá dejó de ser mi papá para convertirse en un obstáculo difícil de vencer y de perdonar.
Mi papá llegó tarde a mi vida, decidió quedarse... pero luego, solo se fue.

CÓMO SER UN DESASTRE Y REÍRSE EN LUGAR DE MATARSEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora