Capítulo 37 | Miedo a vivir

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«Estoy paralizado. Tengo miedo de vivir, pero tengo miedo de morir. Y si la vida es dolor, entonces yo enterré la mía hace mucho tiempo, pero aún está viva. Y se está apoderando de mí, ¿dónde estoy? Quiero sentir algo, estoy entumecido por dentro. Pero no siento nada, me pregunto por qué»

Esto no podía ser posible. No, me niego a creerlo.

Los pasillos blancos y el particular aroma que el hospital posee me provocan náuseas. No dejé de botar lágrimas desde la noticia, aunque no podré creer en nada hasta ver a mis padres y que me lo expliquen con lujo de detalle.

Giro en una esquina y allí los veo a ambos, llorando y consolándose el uno al otro. Todo se torna más real y destruye aquel halo de esperanza que mi cuerpo pensaba tener.

—¡Daniel! —exclama mamá con un hilo de voz. Rápidamente me acerco y la abrazo, dejando que sus lágrimas caigan en mi hombro. La fuerza que aplica me dice que está realmente mal, que necesita esto más que cualquier cosa.

Paso a abrazar a papá, quien, aunque intenta lucir fuerte ante ambos, es ostensible lo mucho que le duele. Lucía es la luz de sus ojos, su hija mujer, la más consentida por su parte.

—¿Qué pasó? —pregunto con el nudo a la mitad de mi garganta.

Mamá señala con su cabeza a la rubia chica que está a unos metros sentada, indicándome que le pregunte a ella. Vuelvo a encontrarme con Amberly Fisher, en una situación completamente diferente. Ella está igual de destrozada que mi familia, su maquillaje corrido y nariz roja me confirman que ha llorado por horas. Es demasiado raro verla sin una sonrisa en el rostro.

Me siento a su lado y espero a que hable. Ella se acerca más a mí, deja que nuestros brazos se rocen, seguramente necesita sentir ese contacto humano que la conforte.

—Estábamos volviendo de la clase de baile con tu hermana —comienza a narrar con una voz muy diferente a la que tiene, una más gangosa y congestionada— cuando un ladrón nos interceptó a mitad de la calle. Nos pidió que le entregáramos todo y yo lo hice, pero Lu se rehusó. Comenzó a forcejear para llevarse su celular y él le clavó un cuchillo en las costillas —oigo un sollozo salir disparado de su garganta y luego gimoteos incontrolables que deforman su lindo rostro—. El muy maldito corrió con su celular y mis pertenencias, y la dejó allí recostada, desangrándose en plena acera. Daniel, ella no se lo merecía.

No soporto verla en ese paupérrimo estado, entonces, en un impulso la abrazo. Su rostro se esconde en mi pecho mientras susurra cosas inentendibles. Acaricio su espalda que no deja de subir y bajar con agitación.

—¿Ella va a estar bien? —interrogo luego de segundos en los que intenté calmarla.

—No lo creo —murmura en mi oreja tras elevar su cabeza del escondite en el que se resguardaba—. Perdió mucha sangre y el doctor dijo que si se recupera será un milagro —se aleja un poco para mirarme con pena—. Si quieres, y te sientes listo, puedes ir a su habitación a verla. Tus padres ya fueron, pero no quisieron quedarse mucho tiempo, les entristecía observarla en ese estado.

—Iré en unos minutos. Necesito a alguien a mi lado —me deshago por completo de su contacto y me levanto del incómodo asiento—. Haré una llamada, ya vuelvo.

Tatiana.

Otra vez el hospital. Odio este lugar. Pero si Daniel necesita apoyo, olvidaré lo reacia que soy a estos sitios.

Su mano se entrelaza con la mía en el momento exacto que abre la puerta de la habitación donde su hermana mayor yace en una camilla. Una corriente de aire se adentra en el cálido ambiente. Al cerrar la puerta y girarse, observo su reacción, la conozco a la perfección; es la que tuve yo al ver a Fabián en este mismo hospital.

Hasta un BesoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora