El miedo

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Capitulo 7

 

Inglaterra, bajo el reinado del rey Juan.

Estaba colgando de un hilo. Es su desesperación por esconderse de su enemigo, el niño había enroscado la vieja soga que había encontrado abandonada en un rincón de los establos en torno de la dentada piedra. Luego le había atado con el triple nudo que le había enseñado a hacer su tío Ennis, y a toda prisa, antes de pensarlo dos veces, se había dejado caer por el borde del cañón con la soga amarrada fuertemente a su brazo izquierdo. Era demasiado tarde cuando recordó que debía haberse atado la soga alrededor de la cintura y para poder de ese modo utilizar los pies en fin de sostenerse, tal y como había visto hacer a los curtidos guerreros que se descolgaban por los acantilados de Huntley para acceder en lugar de pesca favorito.

El niño tenía demasiada prisa como para volver a trepar e iniciar todo el proceso de nuevo. Las rocas se clavaban sobre su suave piel como agujas afiladas, y pronto el pecho y el estomago sangraban en carne viva. Estaba seguro de que le quedarían cicatrices, lo que haría de él un verdadero guerrero, y si por un lado pensaba que era fantástico que un niño de su edad consiguiera semejante proeza, por el otro habría deseado ahorrarse el dolor que suponía ese logro.

No obstante, estaba resuelto a no llorar, sin importarle lo terrible que fuera el sufrimiento. Podía ver las manchas de brillante sangre roja que iba dejando sobre las rocas a medida que se deslizaba por ellas, y eso lo asustó casi tanto como su precaria situación. Si su padre hubiera podido verlo en ese momento, seguramente le habría preguntado si había perdido la razón, e incluso podría haber  empezado a sacudir la cabeza decepcionado; pero también lo habría rescatado, y todo habría vuelto a la normalidad, y… <<Oh, papá, ojalá estuvieras aquí ahora>>. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, y supo que estaba a punto de dar traste con su propia promesa para echarse a llorar como un crío.

Quería irse a casa, sentarse en el regazo de su madre y dejar que ella le revolviera el cabello, lo abrazara con fuerza y lo mimara. También lo ayudaría a recuperar la razón, fuera lo fuese tal cosa, y entonces su padre no se enfadaría con él.

Pensar en sus padres le provocó tanta nostalgia que comenzó a lloriquear. Agarró la soga con fuerza hasta que los dedos también empezaron a sangrarle, y tuvo que aflojar la tensión arriesgándose a caer. Le dolían los brazos, los dedos le palpitaban y el vientre le ardía; pero no pensaba en el dolor, porque el pánico se había adueñado de él, y en lo único que podía pensar era en salir de allí antes de que el diablo descubriera lo apurado de su situación.

Bajar para internarse en el desfiladero resultaba mucho más difícil de lo que había supuesto, pero siguió adelante, sin atreverse a mirar la abierta boca del abismo, que seguramente era tan profunda como el mismo purgatorio. Trató de imaginarse que estaba descendiendo de uno de los viejos árboles que rodeaban su casa, porque era un buen trepador, hábil y ágil, incluso mejor que su hermano mayor. Eso le había dicho su padre.

Agotado, se detuvo a descansar. Alzó la mirada y quedo sorprendido al ver lo lejos que había llegado, y por un instante se sintió orgulloso de su hazaña. Pero, entonces, el hilo que lo sujetaba a la vida comenzó a deshilacharse. El orgullo se transformó en terror, y el pánico dio paso a las lágrimas y los lamentos. Estaba seguro de que nunca volvería a ver a su madre y a su padre.

 

Cuando lady Gillian llegó al cañón, sentía que las llamas le devoraban el pecho, y a duras penas lograba respirar. Había seguido el rastro del muchacho desde la espesura, corriendo tan velozmente como le permitían sus piernas, y cuando finalmente alcanzó el acantilado y escuchó los gritos del pequeño, cayó de rodillas, temblando de alivio. El niño estaba vivo, gracias a Dios.

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