Castigo I

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Capitulo 9

 

A Alford le gustaba jugar. Y era particularmente aficionado a todos aquellos juegos que implicaban crueldad.

En ese momento lo estaba pasando en grande, aunque, en realidad, el día no había comenzado nada bien. Había regresado a Dunhanshire el domingo al mediodía, congelado y calado hasta los huesos por culpa de un inesperado y torrencial aguacero que lo había pillado desprevenido por el camino, de modo que, tal como se sentía, no estaba del mejor humor para enterarse de que lady Gillian había tratado de ayudar al niño a escapar. Antes de que su furia fuese a más- ya había matado al emisario de tan desagradables noticias-, Gillian y el muchacho fueron localizados y conducidos de regreso al castillo. En ese momento se hallaban ante él, a la espera de que pronunciase el castigo.

La expectativa del placer que lo aguardaba no hacía sino incrementarlo. Quería que se conocieran en sus propios temores, y Alford se deleitaba, en buena medida, meramente al dejarles imaginar qué clase de tortura tenía pensada para ellos. El niño, el torpe hermano menor de laird Ramsey, era demasiado estúpido para entender nada o para hablar, pero Alford sabía que estaba asustado por la manera en que  se apretaba contra Gillian. Ella, por el contrario, estaba resultando francamente decepcionante; de no haber estado prevenido, habría pensado que la joven tenía como objetivo inequívoco estropearle la diversión. Su suerte parecía traerle sin cuidado. No pudo detectar en ella la menor señal de temor.

La muy zorra todavía tenía el poder de amedrentarlo, y se insultó en silencio por su propia cobardía y por no poder sostenerle la mirada. <<Protégeme de los justos>>, se dijo para sus adentros. Enfrentarse contra todo un escuadrón de hombres armados no era ni remotamente tan intimidatorio como plantarle cara a aquel proyecto de mujer; y a pesar de que no cesaba de recordarse de quien tenía el poder era él, y que podía hacerla matar con una simple orden, Alford no podía evitar sentir que ella le llevaba ventaja. Nunca había olvidado la forma en que lo había mirado cuando la llevaron a su presencia tras la masacre. En aquel entonces, ella no era más que una niña, pero aquella imagen del pasado seguía dándole escalofríos. Alford sabía que la muchacha había visto cómo mataba a su padre, pero había supuesto que el recuerdo se habría borrado con el tiempo. En ese preciso momento ya no estaba tan seguro. ¿Qué más recordaría Gillian? ¿Lo habría oído cuando confesaba sus pecados a su padre antes de asesinarlo? La duda le corroía el alma. El odio de Gillian le causaba pavor, le hacía sentirse débil, le ponía la piel de gallina.

La mano le temblaba mientras tomaba su copa de vino, y trató de ignorar que temores antes de lanzarse al tema que llevaba entre manos. Sabía que no tenía la mente clara, sino entorpecida y enturbiada. No solía embriagarse de esa forma delante de sus amigos; a pesar de que hacía años que era un bebedor empedernido, atormentado por unos recuerdos que no le permitían descansar. De todos modos, siempre había tenido la precaución de beber a solas. Ese día había hecho una excepción, porque el vino lo ayudaba a calmar su furia. No quería hacer nada de lo que más tarde tuviera que lamentarse, y aunque se había planteado la posibilidad de aguardar hasta el día siguiente para vérselas con la desafiante Gillian, decidió que estaba lo suficiente lúcido como para terminar de una vez con la cuestión y así poder continuar la francachela con sus compañeros.

Alford contempló a Gillian a través de sus entrecerrados ojos, inyectados en sangre. Estaba sentado en el centro de una larga mesa, flanqueado por sus sempiternos acompañantes, el barón Hugh de Barlowe y el barón Edwin el Calvo. Raramente iba a algún lado sin ellos, dado que constituían su público más devoto. Disfrutaban tanto con sus juegos que a menudo le solicitaban que les permitiese participar. Alford consentía de grado, y con ello jamás tuvo que preocuparse par la posibilidad de que lo traicionaran, ya que al secundarlo se hacían tan culpables como él de sus atrocidades.

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