La charla

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Capitulo 8

 

-¿Todas las damas inglesas son como vos?

-No, no creo que sean como yo.

-Casi todas son débiles-afirmó el niño con total autoridad-. Me lo dijo mi tío Ennis.

-Tu tío está equivocado. La mayor parte de las damas inglesas no son débiles. Pueden hacer cualquier cosa que hagan los hombres.

El niño debió de pensar que el comentario había sido muy gracioso, porque se echó a reír con fuerza, retorciéndose sin el menor decoro. Gillian se preguntó cómo era posible que un niño de tan corta edad fuera tan arrogante.

El volvió a atraer la atención con otra pregunta.

-¿Cómo os llamáis, señora?

-Gillian. Y puedes tutearme.

El pequeño esperaba que ella le formulara la misma pregunta, y al ver que no lo hacía, le dio un ligero codazo.

-¿No queréis saber cómo me llamo?-inquirió.

-Ya sé cómo te llamas. Los soldados estaban hablando de ti. Eres Michael, y perteneces a un clan liderado por un tal laird Ramsey. Y tú eres su hermano.

El niño negó con vehemencia sacudiendo la cabeza.

-No, Michael no es mí verdadero nombre-repuso; se acercó más a ella para cogerle la mano, y añadió-: Estábamos jugando cuando llegaron esos hombres y me apresaron. Me metieron en un saco de harina.

-Debes de haber pasado mucho miedo-comentó Gillian-. ¿A qué clase de juego estabais jugando?-Antes de que él pudiera responderle, agregó-: ¿Por qué no me esperaste en los establos? Habría resultado muy fácil escapar si hubieras hecho lo que te había dicho que hicieras. ¿Y por qué me has herido con la daga en el brazo? Sabías que era amiga tuya. Te abrí la puerta, ¿no es así? Sólo con que hubieras confiado en mí…

-Se supone que no debo confiar en los ingleses-alegó-. Todo el mundo lo sabe.

-¿Eso te lo dijo tu tío Ennis?

-No, mi tío Harry- explicó el niño-. Pero yo ya lo sabía.

-¿Confías en mí?

-Puede que sí-respondió él-. No tenía intención de hacerte daño. ¿Te duele mucho?

Le dolía endemoniadamente, pero no pensaba admitirlo porque captó la ansiedad en la mirada del pequeño. El pobre ya tenía suficientes preocupaciones en la cabeza, y no pensaba cargarlo con otra más.

-Estaré bien- insistió Gillian-. Sin embargo, creo que debería hacer algo con la sangre.

Bajo la atenta mirada del niño, Gillian rasgó una tira de sus enaguas y se vendó el brazo. El pequeño ató los cabos del improvisado vendaje en la muñeca y luego ella lo cubrió con la ensangrentada manga.

-Ya está listo-aseguró-. Como nuevo.

-¿Sabes qué?- inquirió el pequeño.

Gillian dejó escapar un suspiro.

-¿Qué?

-Me he hecho daño en los dedos- explicó, como si estuviera, jactándose de una increíble proeza, y sonrió mientras extendía la mano para que Gillian la viera-. Ahora no puedo hacer nada por nosotros porque me arden los dedos.

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