Das Loch (Ana Rosa Lopez)

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"...Cuando miras largo tiempo a un abismo,

el abismo también mira dentro de ti."

Friedrich Nietzsche

Andrea Paz Carrasco, la pintora amateur que fue víctima de lo que se conoce por combustión espontánea, feneció como nadie quisiera hacerlo: la tarde de su cumpleaños número veinticinco.

***

Andrea fue una mujer condenada a la tristeza desde el día de su nacimiento, el 15 de septiembre de 1991. Ese mismo día había fallecido su abuelo materno, el aclamado pintor Guillermo Carrasco, y por lo tanto la madre de Andrea dio a luz a su hija en medio de un gran dolor.

La niña Andrea creció junto a sus padres y aunque parecía ser muy feliz, cada 15 de septiembre amanecía llorando. Sin ningún motivo aparente, Andrea despertaba hecha un mar de lágrimas y no había manera de consolarla. Aunque el llanto duraba menos con cada año que pasaba, el cumpleaños de Andrea siempre tenía un oscuro atisbo de amargura.

El día que Andrea cumplió diez años, su abuela le explicó que la muerte del abuelo le había dejado un vacío en el alma que era muy difícil de cerrar y que por este motivo lloraba.

―La vida y la muerte se revelan como una línea imperceptible que las divide, pero al mismo tiempo ambas se convierten en un vacío insondable, pequeña. Es un abismo, un umbral abierto que cualquier espíritu en pena podría cruzar ―le dijo su abuela.

A partir de entonces, Andrea comenzó a dibujar el vacío de su alma tal y como se lo imaginaba. Al cabo de varios trazos, el orificio garabateado siempre tenía la forma de una rosa negra. A veces pasaba horas dibujando el vacío y así fue llenando incontables hojas de cuadernos, retazos de papeles y cuanto espacio blanco encontrara para plasmarlo.

Andrea era hija única. Su madre no pudo tener más hijos, pese a que ella y su padre lo intentaron varias veces: los abortos se presentaban siempre al finalizar el primer trimestre. Tras el último, la madre de Andrea sufrió complicaciones que casi la llevaron a la tumba.

Andrea nunca supo lo que significaba tener un hermano o una hermana, pero la idea de permanecer sola al cuidado de sus padres, la hacía feliz.

Su dormitorio no era un palacio rosa lleno de muñecas y vestidos. En las paredes colgaban recortes y dibujos de paisajes montañosos y nevados. Su padre solía decirle que entrar a su cuarto le daba sensación de frío. Un día, Andrea encontró sobre cada uno de sus dibujos un pequeño sol amarillo y de cara sonriente. Algo parecido al enojo la invadió sin quererlo. Al día siguiente los soles se habían convertido en los vacíos de su alma que ella plasmaba, siniestros y sin luz.

Andrea era un poco retraída en el colegio, no tenía muchas amigas y tampoco se interesaba por tener mascotas. Lo que le gustaba era leer libros y escuchar los discos de vinilo que le ponía su abuela por las tardes. Escuchaba una y otra vez la canción Ángeles de visita que interpretaba Polette Amour, la cantante francesa favorita de su abuela. Aunque Andrea no entendía nada de la letra, la música la hipnotizaba y hacía que se imaginara la cara de su abuelo al momento de su muerte.

Otro día, su madre recibió la visita de una antigua amiga que radicaba en Alemania. La mujer llegó a la casa en compañía de su hijo.

Stephan era un niño rubio de ojos azules y una mirada penetrante. Aunque Andrea salió de su habitación para saludar a la amiga de su madre y a su hijo, de inmediato volvió a encerrarse. No pudo, aunque lo intentó, quitarse la mirada del niño de la cabeza. Cuando por fin decidió salir otra vez, abrió la puerta de su recámara y al ver a Stephan de pie frente a su puerta, se le escapó un gritito de la garganta. Stephan esbozó una sonrisa y le preguntó si quería jugar: Willst du mit mir spielen? (¿Quieres jugar conmigo?). Andrea no entendía ni una sola palabra de lo que le decía el muchacho. Se quedó petrificada ante su presencia y hubiese deseado volver a entrar a su habitación y no salir más; pero aquel niño llamaba poderosamente su atención. Stephan la tomó de la mano y con un ligero estirón, la impulsó hasta el jardín. Andrea no sabía qué decir, pero Stephan parecía seguro de lo que hacía. El niño se inclinó sobre uno de los rosales del jardín y descubrió en seguida un hormiguero. Sacó de su bolsillo una caja de fósforos y comenzó a prenderlos, uno tras otro, mientras los metía en el agujero.

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