El Bosque (Ana Rosa Lopez)

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La tarde se desprendió por el oeste, con destellos escarlatas como la sangre. Las risas de las hijas de Amelia se escucharon más nítidas que nunca, pues estaban cerca del arroyo.

El agua comenzó a preparar su aposento y el bosque que rodeaba la casa de campo, escondió su verdor tras una gruesa capa de atardecer.

Amelia llamó a sus hijas para la cena y les ordenó que se dieran un ligero baño antes de sentarse a la mesa. Las niñas obedecieron y se metieron a la bañera, entre empujones y jugueteos. El agua caliente tranquilizó sus ímpetus, y les recordó que aquél era el último sábado de sus vacaciones escolares. El lunes esperarían su regreso el colegio, las tareas, las amigas y los maestros. ¡Habían sido dos meses muy divertidos, llenos de aventuras y de aprendizajes!

Después de la cena, las niñas le rogaron a su madre que les contara un cuento.

―¡Uno de terror, mamá! ―pidió Aurora, la más pequeña de las dos hermanas.
―¡Sí, mamá, uno que nos dé mucho miedo! ―dijo Aleida, la mayor.
―¿Están seguras? ―preguntó su madre con una mirada entornada, aparentando misterio y complicidad.
―¡Sí! ―gritaron las niñas al unísono mientras se abrazaban debajo de las cobijas.

Amelia apagó la luz y entrecerró la puerta de la habitación.

Desde el dormitorio apenas se veía la tenue luz que provenía de la cocina. Mientras Amelia acomodaba las almohadas bajo las cabezas de Aurora y Aleida, iba pensando en cómo comenzar su relato.

―Este es un cuento muy terrorífico ―anunció antes de recostarse al lado de Aurora, y comenzó a hablar con lentitud―: Los bosques son lugares hermosos cuando la luz del día penetra a través de sus árboles, porque estos rayos pueden despertar a cuanta criatura habita en ellos. Pero el Bosque del Mar de árboles (así se llamaba el bosque) era un sitio muy, muy, pero que muy oscuro. Los rayos del sol apenas si se abrían paso para poder iluminar sus rincones olvidados. Se decía que allí vivían miles de almas extraviadas que deambulaban, aullando con tristeza su destino ―y Amelia comenzó a gemir de forma lúgubre, para crear el ambiente preciso para su relato―: ¡Aaaay, aaaay, aaaay!

Sus hijas reaccionaron gritando a medias y escondiendo sus cabezas rápidamente bajo las almohadas.

―Cada noche ―continuó su relato Amelia― llegan al Bosque del Mar de árboles almas nuevas: Aparecen de pronto enredadas en las ramas de los frondosos árboles que custodian su oscuridad; nadie sabe quién las lleva hasta ese lugar, ni quién las roba; pero allí están, convertidas en despojos de muerte, a pesar de que antes avivaron el interior de cuerpos vivos, de seres llenos de plenitud.

Aurora y Aleida se miraron por un momento, con expresiones de nerviosismo.

―Muchas de esas almas aparecen como pequeños y hambrientos seres en las casas cercanas a ese bosque... ¡Y cuando estos seres invaden, por las noches, casas humanas, es para comerse los pies de sus habitantes!, ¿y saben cómo atacan? ―el silencio de las niñas dio paso a―: ¡Así...!

Amelia agarró a pellizcos los pequeños pies descalzos de sus hijas; Aurora y Aleida fruncieron los entrecejos por el miedo (sus clásicas expresiones, previas al llanto), pero luego estallaron en risas y carcajadas. Amelia rió con sus hijas un buen rato más, les dio un beso en la frente, despidiéndose, y salió de la habitación.

Al amanecer del domingo, Amelia se puso en pie con el primer cacareo del gallo.

Quería tener todo ordenado y acomodado en el auto, antes de que las niñas se despertaran; pero primero recorrió una vez más los alrededores de la casa, en busca de juguetes olvidados u otras cosas.

Al pasar por el arroyo, escuchó un alarido muy tenue que provenía de las entrañas del bosque. Se detuvo un instante por el impacto de lo que había escuchado; pero no vio nada. Los árboles permanecieron quietos y Amelia se frotó los brazos para sacudirse el escalofrío que aquel sonido le había provocado.

Emprendió el retorno a la casa de campo.

Cuando las tostadas todavía humeantes reposaban sobre los platillos, Amelia subió a la habitación de las niñas, entonando la clásica canción infantil que solía cantarles para despertarlas todos los días: "Levantarse muchachas que las ocho son, ya viene la vieja con su cucharón".

Al abrir la puerta de la habitación, una corriente de aire húmedo y frío le golpeó las mejillas y al mismo tiempo un suspiro se le escapó del pecho. "Dejé la ventana abierta", pensó, preocupada porque quizá sus hijas se resfriarían.

Cruzó el dintel y vio a sus hijas, durmiendo bajo la penumbra. Abrió las cortinas y dejó entrar la luz del sol.

Los rayos luminosos invadieron el dormitorio, disparándose por todas direcciones, e iluminando las sábanas descubiertas y enrojecidas, pues donde los pies de Aurora y Aleida deberían estar, sólo había dos pares de muñones coagulados.

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