El Pecado (Ana Rosa López Villegas)

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Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que hacía señales en su presencia, con las cuales engañaba a los que habían recibido la marca de la bestia y a los que adoraban su imagen; los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre. Apocalípsis 19: 20

—No voy a ir —dijo Aurelia, intentando ocultar sus lágrimas debajo de la sábana.

—Sí, sí vas a ir —le respondió Marco, terminó de vestirse y continuó—, sabes que te necesito allí. Siempre.

Aurelia no dijo nada más y escuchó la puerta de su departamento cerrarse de un golpe. Sobre la cama no quedaban más que las huellas de los cuerpos que fueron uno y el silencio apenas interrumpido por los húmedos suspiros que escapan de la boca de Aurelia.

***

Marco comenzó su prédica. El bullicio de la casa de oración cesó, como si un aguacero terminara de improviso. La esposa de Marco alistó el canasto del diezmo. Llevaba un vestido azul con flores rojas estampadas. Se puso de pie, sonriente, detrás del altar desde donde hablaba su marido.

—"Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable", hermanos, hijos de Dios, así dicen las escrituras. Libro 1 de Pedro, capítulo 2, versículo 9. Así, así debemos de sentirnos. Estamos aquí por voluntad divina, para retirar el pecado de nuestros corazones, para apartarnos de la oscuridad que cada día nos amenaza y nos acecha de distintas formas. No es una lucha sencilla, no; no es una batalla que podamos librar si no nos sostenemos de la mano de Dios. Dios nunca buscará al pusilánime, Dios no quiere al débil, Él está en busca de guerreros como ustedes, almas entregadas a su misericordia, corazones que no se debilitan ante la tentación del pecado. ¡Alabado sea nuestro Señor, amén!

—¡Amén! —repitió en eco la congregación. Marco tenía los ojos cerrados. Sostenía su biblia con la mano izquierda y el micrófono con la derecha.

—¡Oremos! —ordenó a sus corderos. Hombres, mujeres y niños elevaron sus brazos hacia el cielo y una marea de susurros se dispersó a lo largo y ancho de aquel templo.

Aurelia entró en silencio. Llevaba el cabello desarreglado y la misma ropa que tenía puesta el día anterior. Le ardían los párpados, hinchados y encendidos por tanto llanto. Buscó el lugar más alejado del altar para sentarse. No reconoció a nadie en aquel rincón. Marco no podía verla allí. Solo Dios. ¿Sólo Él? Aurelia se sumó a la oración, al murmullo penitente que le parecía más una voluta de humo que no le dejaba respirar.

—¡Oren, hermanos, oren! Pidan perdón por sus pecados. Entréguenle a Dios el control de su vida, de todos sus pesares, de sus angustias. Él no desampara, pero si no lo buscamos, si no le preparamos el espacio que se merece en nuestra vida, entonces el encuentro será más difícil —predicó Marco, ahora tomado de la suave mano de su esposa.

Aurelia ahogaba sus gemidos entre sus manos. Sus lágrimas se desbordaban de sus ojos como dos hileras de agua serpenteantes que surcaran sus mejillas. La mujer que estaba sentada a su lado la tomó por el brazo y en voz baja le dijo:

—Él te consolará, porque Él ha visto tu sufrimiento y tu dolor.

Pero Aurelia conocía bien su propio pecado. Le había faltado el respeto a Dios en muchísimas oportunidades. Sabía a quién le pertenecía. Marco se saciaba de ella cuando quería, no obstante, ella quería amarlo y también ser de Dios y entregarle sus pecados, pero estos tenían precio, tenían medida, no perdón.

"Que nadie diga cuando es tentado: Soy tentado por Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal y Él mismo no tienta a nadie. Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte", así decía un versículo del libro de Santiago. Aurelia lo sabía de memoria y lo repetía una y otra vez en su mente. La muerte sería un camino lleno de rosas para un alma que se arrepiente, mas no para ella.

Marco volvió a dirigirse a su rebaño. Y les dijo que en la primera de Pedro, capítulo 2, versículo 11, Dios era contundente: "Amados, os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de las pasiones carnales que combaten contra el alma".

Aurelia no pudo más. Se le había acabado el tiempo. Era el momento de dejarlo. Era el tiempo de saldar la deuda con Dios. Salió de la casa de oración tan impercetible como había entrado.

Asmodeo ya la esperaba afuera, a unos metros de la puerta.

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