Alquimia (Ana Rosa López Villegas)

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En la tele parecía real. Juan entró en la cocina y calentó el vinagre. Las ventanas no tardaron en empañarse y comenzó a lagrimear. Una vez caliente, vertió el líquido sobre las hojas de la planta favorita de su madre mientras repetía continuamente aquellas palabras: Alacasím, alacasám, pero nada sucedió. El arbusto no creció ni se convirtió en planta carnívora como había ocurrido en el programa del Hechicero del canal 6. Todo un fracaso.

Al día siguiente Juan no se contentó solo con ver el programa, sino que tomó nota de cada uno de los pasos que el mago seguía para transformar perros en humanos y conejos en caballos.

Decidió convertir a Caramelo, su perro, en un niño. Hacía tiempo que quería tener un hermanito. Tomó algunas de las croquetas malolientes que el cachorro se comía todos los días sin chistar. Las croquetas tenían forma de hueso y el aroma que despedían se parecía mucho al del caldo de verduras que su madre le obligaba a tomar dos o tres veces a la semana.

Metió las croquetas en el molinillo de café de la cocina y las trituró hasta hacerlas polvo. Tan mal olían que Juan molió también algunos granos de café para disimular el aroma. Mezcló aquel polvillo mágico con los cabellos que su madre dejaba en su peine y con los pelos de la mascota y calentó el bebedizo con un chorrito de vino tinto, rojo como la sangre, niños, recuerden, rojo como la sangre, había dicho el Hechicero. Echó todo el contenido en el plato metálico y dijo y repitió siete veces: Alacasím, alacasám.

El cachorro le dio un par de lengüetazos a aquel líquido granate y, haciendo ascos, se digirió al patio. Juan lo fijó con la vista hasta que el perro se sentó a la sombra a buscarse las pulgas. Era evidente que seguía siendo un perro.

No se dio por vencido. Guardó el resto de aquella mezcla en un vaso de cristal y decidió esperar a que el perro tuviese sed. Encendió la tele. Ni bien su madre llegó del trabajo, se dejó caer sobre una de las sillas de la cocina. Estaba agotada. Atraída por el color del vaso que Juan había dejado sobre la mesa, lo secó de un trago. Cuando Juan vio el recipiente vacío, se echó a llorar, inconsolable. La madre no pudo comprender lo que el niño decía en su llanto.

Al día siguiente, Juan despertó con el sol ya alto tras las cortinas. Aquello no le pareció tan extraño como ver a una perra en la cocina que aullaba de impotencia y desesperación porque no podía cortar —con sus torpes patas— las verduras para el consomé.

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