Tatuaje (Ana Rosa López Villegas)

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Sangre. Apenas se distinguían dos manchas sobre el cemento. El sol las fue secando a lo largo de la mañana hasta quitarles la frescura con la que se habían depositado allí. Al final de la tarde se veían como dos pétalos marchitos.

***

Cuando la vi por última vez me dijo que andaba en busca de trabajo. De uno más estable que el de consultora independiente. Le dije que si sabía de algo, se lo haría saber. Se lo dije, quizás por decirle, como una de las tantas fórmulas de hipocrecía cortés que utilizamos los seres humanos para zafarnos de compromisos que no estamos dispuestos a asumir. Después de aquel fugaz encuentro y la breve charla de ascensor, no la vi más. Nunca más.

Por supuesto que dejé de pensar en ella y en su comentario ni bien nos despedimos y la vi desaparecer a paso ligero por la vereda. En mi cabeza cabían otras dudas y ocupaciones que no me permitían dedicarle tiempo a la estabilidad laboral de los vecinos del condominio. Durante las semanas que pasaron hasta aquella primera mañana de agosto, mi vida transcurrió sin sobresaltos, aferrada a la rutina rígida de la sobrevivencia y a la soledad sin atajos, a la alegría medida a cuentagotas, a mi caballa indecisión sobre el tatuaje de Frida Kahlo en el hombro izquierdo.

Para algunas personas, los principios de mes suelen tener un misticismo especial que va in crescendo a medida que el fin de año y toda su tortura espiritual se acercan. Aquel primero de agosto sin embargo, ella decidió iniciar su muerte. Y lo hizo de la manera menos original, a una hora muy conveniente para la indiferencia transeúnte y desde el piso 10.

Me quedé estupefacta cuando el portero del edificio me informó con la voz entrecortada que la abogada del 10 se había tirado al amanecer desde su balcón. Me brotaron las lágrimas y el horror. "Allí estaba", continuó aquel pobre desdichado mientras señalaba con la mano el lugar en el que había encontrado su cuerpo. Allí reposaban también, las formas irregulares de sangre que huyeron de su oreja derecha cuando sus huesos se estrellaron contra la acera.

Me acerqué, por supuesto, con el morbo propio de cualquier mortal. Dos rosas de sangre y la imagen de su cuerpo delgado estampado en el cemento. El craneo roto. Las piernas fracturadas ¿Los ojos abiertos? ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vi? Recordé que llevaba los cabellos muy bien peinados, que su carmín era color de vino tinto, que tenía los ojos delineados de color negro, y las mejillas con ese apresto de los años, dispuestas a colgar en cualquier momento.

Los días siguientes a la tragedia, no pude salir de su habitación ni de su cabeza ni del momento en el que decidió lanzarse al vacío y terminar con todo. Me ocupé de indagar detalles entre las vecinas y me crucé solo una vez con el despojo de mujer en el que se había convertido su madre en apenas un par de días. A diferencia de otros tantos encuentros cotidianos, aquella mañana la anciana iba sola, sin su perro y con el desvelo acomodado entre sus pestañas. Fue ella quien escuchó el gemido de la puerta del balcón al abrirse y el último suspiro de aquel espríritu malgastado antes de despacharse al más allá. La consternación de las 80 y más almas que habitan el edificio se descolgaba en ayes silenciosos y en chismes que hicieron de los últimos días de la vida de la difunta, el tema de conversación favorito en los pasillos y en los viajes en ascensor. Algunas le echaban la culpa a su crisis laboral, otras a cierto amor prohibido, otras al paso de los años.

No asistí ni al velorio ni al sepelio. Pero sí me acerqué a mi propio balcón aquella primera noche de su ausencia. Miré hacia abajo sin vértigo e incapaz de sentir el impulso que la sobrecogió a ella, que puso su mente en blanco y su cuerpo al borde del precipicio.

Al cabo de los cinco días de su muerte, el departamento del piso 10 estaba completamente vacío y había sido puesto en alquiler. La madre no habría podido soportar más tiempo entre aquellas paredes. Las manchas sucumbieron ante la espuma del detergente y bajo las cerdas de la vulgar escoba del portero. Y mi vida transcurre, aferrada a la rutina rígida de la sobrevivencia y a la soledad sin atajos, a la alegría medida a cuentagotas y a mi atención puesta sobre el tatuaje de Frida Kahlo que todavía me arde en el hombro izquierdo.

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⏰ Última actualización: Mar 11, 2019 ⏰

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