La rebelión de la muerte (Parte I)

1.5K 47 15
                                    

Ricardo despertó presa de una repentina inquietud. Tenía una extraña sensación, como de algo que se ha desgarrado, algo muy importante. Miró el reloj digital de la mesilla junto a la cama, eran las tres de la madrugada. Un miedo sordo lo asió por unos momentos. Con todo lo que había oído respecto a esa hora en concreto, sopesó la posibilidad de haberse despertado por algo más que la casualidad.

Se incorporó sobre los codos y escuchó. A su alrededor todo era densa calma. No pudo evitar pensar en la calma que precede a la tormenta. Sufrió un escalofrío. ¿Por qué sentía tanto miedo? Escudriñó la oscuridad, pensando lo menos posible en seres que acechan en la oscuridad, fantasmas, demonios y cosas así. Pero, como era de esperar, fue en lo que más pensó. Imaginó algún ente del mundo sobrenatural en la esquina, mirándolo con malévola complacencia, agazapado, listo para saltarle a la yugular.

Manchas, su sabueso, empezó a ladrar afuera. Ricardo dio un brinco en la cama, el ladrido lo había tomado por sorpresa. Afuera, el perro siguió ladrando con insistencia, entre asustado y retador. Ricardo no pensó en un ladrón, sino en la razón de haberse despertado justo a las tres de la mañana. Miedo era la palabra que mejor describía lo que sentía en esos momentos.

Manchas continuó ladrando. Si ya de por sí sus solos ladridos eran inquietantes, cuando se le unió el perro del vecino, Ricardo se convenció de que algo estaba ocurriendo afuera. Aún no reunía el valor para saltar de la cama cuando todos los perros del vecindario se unieron en una cacofonía totalmente fuera de lo común. Los ladridos cada vez tenían menos de retadores y más de asustados. 

Tenía que salir a ver. Así se orinara en los calzones, tenía que averiguar qué demonios sucedía. Se consoló pensando que aquél escándalo habría sacado ya a todos de sus camas, de manera que no estaría solo.

Prendió las luces de la habitación y se puso vaqueros y camisa. Muy a su pesar echó un vistazo al lado izquierdo de la cama, donde durante dos años había dormido Emelyn, hasta su deceso un año atrás. Sintió el habitual nudo en la garganta y tuvo que luchar para reprimir las lágrimas; no era justo, habían compartido tan poco tiempo…

Antes de salir encendió el resto de luces de la casa, no sabía por qué lo hacía, pero lo hizo. Cuando salió, se dio cuenta de que tenía razón en lo referente a los vecinos, todas las casas tenían luz y había varias personas en la calle. Ricardo se sintió arropado y el miedo empezó a ceder. Los perros seguían aullando, lastimeramente, cada vez más asustados. «¿Qué rayos les ocurre? ―se preguntó con valentía― ¿Es acaso algo que sólo ellos perciben?»

El vecino de al lado le estaba hablando.

―Esto es un pandemónium, ¿no cree? ―gritó por encima de los ladridos de los perros.

Ricardo fue a su encuentro para intercambiar opiniones con menos esfuerzo.

Le estrechó la mano al caballero de bigote cano, y le besó la mejilla a su arrugada pareja. La anciana lo saludó con un “Dios te bendiga, hijo”.

―Se sabe algo del origen de todo este escándalo ―preguntó Ricardo.

El anciano, que se llamaba Bernard, se encogió de hombros. Su esposa, que respondía al nombre de Angélica, en cambio, tenía mucho que decir, aunque nada concreto.

―Cosas malas, les digo yo ―empezó―. Esta noche se han liberado fuerzas que me es imposible describir. Fuerzas que odian a los humanos. Los perros las sienten, también mis viejos huesos. En cualquier momento tendremos la primera manifestación de esas fuerzas malévolas, y recuerden mis palabras.

Tenía mucho más que decir, como anciana senil en que se estaba convirtiendo, pero Bernard, un par de años más joven y robusto, la detuvo.

―Seguro que tienes toda la razón, querida, pero no tienes que asustar a nuestro joven amigo. Por qué no mejor entras a la casa y pones la tetera al fuego.

―Oh, qué gran idea. ―Encantada se encaminó a su casa a preparar café.
―Perdónala por supersticiosa ―dijo Bernard―. Ten en cuenta que somos viejos, y en nuestro tiempo, se oía y se veían cosas que ya no existen. Angélica a veces olvida que esos tiempos ya quedaron atrás.

―Le soy sincero, Bernard ―confesó Ricardo―, no sé qué inquiete a los perros, pero le estaría mintiendo si le digo que no tengo miedo.

―Y no te avergüences de ello, muchacho. Que me aspen si la actitud de nuestras mascotas es natural.

Se quedaron en silencio un rato. Aquí y allá había grupitos de gente cuchicheando entre ellos. En la casa de enfrente, don Tomás amenazaba a su perro con cortarle el cuello si no se callaba. Fueron las únicas palabras que distinguieron, por lo demás, los aullidos de los perros eran lo único que se oía.

En un momento dado, Manchas dejó de aullar, pero no para callarse, sino para ladrar y gimotear.

―Un pequeño cambio en su perro ―observó Bernard―. Quisiera que los demás perros también se pusieran a gimotear. Soportaría mejor eso que sus aullidos.

Apenas terminaba de hablar, oyeron un golpe proveniente de la casa de Ricardo. Luego otro, al que le siguió otro. Ricardo se percató de inmediato que alguien aporreaba la puerta trasera.

―Voy a ver qué ocurre ―avisó a Bernard.

―No sea tonto, muchacho, no sabemos quién es ni qué quiere ―Bernard lo había sujetado de la manga de la camisa―. Deje que vaya por mi vieja escopeta y le acompañaré.

―Pero dese prisa por favor.

Mientras Bernard volvía, Ricardo oyó que Manchas gruñía amenazadoramente. Después oyó algo como una pequeña lucha y a continuación, su perro empezó a gritar. Los gritos eran tan lastimeros que cruzaron el corazón de Ricardo. ¡Le estaban haciendo daño! Quiso correr en auxilio de su mascota, pero recordó las palabras del anciano. Se sintió cobarde y miserable al escuchar los gritos de Manchas y no atreverse a hacer nada.

―¡Dios Santo! Pobre perro, lo están matando ―dijo Bernard al volver―. Vamos pues.

Se echaron a correr. Corrieron por el lateral de la casa, confortados cada uno por la presencia del otro. Ricardo ni siquiera se atrevía a pensar en el culpable de los gritos de su perro. Gritos que se apagaron cuando ya casi iban a llegar. Ricardo temió lo peor.
Cuando doblaron una esquina de la casa, a la luz de un foco, como una escena de pesadilla, vieron una silueta femenina ataviada con un viejo y raído vestido azul, se inclinaba sobre Manchas, y con dedos sangrientos le extraía las entrañas y se las llevaba a la boca. Ricardo sintió arcadas, y tuvo que hacer un probo esfuerzo para no vomitar.

―¡Dios mío! ―musitó Bernard. Pero se recuperó luego―. Aléjese del animal ―gritó, con más coraje y tripas que Ricardo.

La mujer, que hasta ese momento les mostraba su perfil, se volvió de frente. ¡Dios! Ricardo cayó de rodillas y empezó a vomitar. La mujer, de largo cabello negro, quebradizo como la paja, con el rostro carcomido por los gusanos, mostró los dientes con un gruñido, la sangre de Manchas le escurría por las comisuras.
La mujer volvió a gruñir. De forma algo torpe empezó a avanzar.

―Alto o disparo ―amenazó Bernard.
La mujer siguió avanzando.
Bernard disparó.
―¡Nooo! ―gritó Ricardo.

Ni el zombi ni Bernard hicieron caso a su grito.

La mujer, con el pecho destrozado, siguió avanzando. Bernard volvió a disparar. En esa ocasión le dio de lleno en la cabeza, que explotó como una sandía que se tira con fuerza al suelo. El cuerpo de la mujer cayó inerte, como toda persona a quien le explotan la cabeza. Sólo que ella no era como toda persona.

―¿Estás bien, muchacho? ―Preguntó Bernard, mirándolo desde arriba con preocupación. Era un viejo con nervios de acero ese Bernard.

―¡Era mi esposa! ―Sollozó Ricardo― La mujer a la que disparaste era mi esposa.

―No era tu esposa, hijo ―sentenció Bernard―. Tu esposa murió hace un año.

Ricardo se echó a llorar. ¿Qué había ocurrido?

Continúa...

Historias de terror ✔ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora