Cena de año nuevo (II)

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Para el jueves 20 no había un solo habitante de Villa Lago, pequeño o grande, que no supiera de la existencia de aquel peculiar extranjero, de barba y cabellos entrecanos, que siempre tenía una sonrisa y una frase cortés para todo mundo. Y eso que el hombre no salió de su casa hasta el miércoles por la mañana. Aunque no faltó el que dijera que lo vieron la tarde del martes paseándose con semblante abstraído a orillas del lago. El resto estuvo de acuerdo en que en realidad se entretuvo poniendo orden a la casa, desembalando sus posesiones y descansando para reponerse del largo viaje.

La mañana del miércoles Samwell subió al pueblo con una cesta en el brazo y preguntó en la primera casa dónde podía proveerse de víveres para preparar la comida. La matrona del hogar, no tan segura, confió a su pequeño de siete años para que lo guiara al mercado. El pequeño, sin olvidar los dulces, marchó contento y, cuando volvió a casa, traía consigo una gran torta de pan que Sanwell le dio por lo buen guía que era.

No es necesario explayarnos en todas las menudencias del día de Samwell en el mercado, basta decir que encantó a todo el mundo, compró mucho y pagó sin regatear. De tal modo que al volver a casa cerca del mediodía, dos muchachos lo acompañaron haciendo de porteadores.

Por la tarde fue a las posadas, y aunque no habló mucho por respeto a la tradición, su semblante era el de alguien que se encuentra muy a gusto, su sonrisa pronta siempre estaba allí y al tomar un vaso de ponche al final de la actividad alabó a sus cocineras y pidió un segundo vaso como prueba de ello.

A las ocho de la noche de ese mismo miércoles, al terminar la posada, se fue a una de las dos tabernas que había en Villa Lago y de inmediato pidió una ronda para todos, a lo que la clientela respondió con un efusivo grito. Al recibir su cerveza, se recostó en la barra, miró las mesas, y se dirigió a donde estaban tres amigos jugando a las cartas.

―Si juegan al póker, me parece que os falta un jugador ―dijo.

―Adelante ―dijo Adrien Bradley, un muchacho moreno de corto cabello negro―. Eso sí, no apostamos grande, una moneda de cobre de entrada, otra si quiere cartas y un máximo de cinco en la apuesta final ―explicó.

―Me van bien esas cifras, no quiero hacerme rico a costilla de mis vecinos.

Pero los que estuvieron cerca de hacerse ricos fueron los tres muchachos, sobretodo Adrien, que ganó dos manos por cada una de las que ganaban sus otros dos compañeros: Elvin Town y Jeff Acker. El pobre de Sam apenas tocaba una de cada diez. Pero no parecía triste, todo lo contrario, reía a carcajadas cada vez que sus faroles no servían para nada. De vez en cuando invitaba otra tanda al resto de la clientela, pero a los que invitó hasta emborrachar fue a sus compañeros de juego.

Al final se marchó con varias monedas menos, sin dejar de decir a los felices ganadores que pronto tendrían una revancha. A lo que los tres jóvenes respondieron que cuando quisiera.

El jueves almorzó en casa del alcalde, al que le regaló una botella de fino vino, con lo que se terminó de ganar el favor de Percival. Pero no fue del único que se ganó su predisposición. Durante los siguientes días Samwell Dawson fue tan generoso y desprendido que hasta llegó a haber rumores desconfiados. El que más circuló fue uno en el que se decía que era un hombre rico, prepotente, que durante décadas había sido tan cruel con todo el mundo, que estaba allí como una forma de redención y que tarde o temprano volvería a ser el cruel hombre que era. Desde luego, el rumor fue atajado al punto.

No se enumerará aquí todos los regalos, favores y sonrisas que repartió Samwell Dawson en Villa Lago con los que se ganó el aprecio de sus habitantes, pues no es ese el objetivo de este escrito, si fuera tal la intención, mil páginas no serían suficientes. El propósito es otro.

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