El hombre sin rostro (V)

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Esa noche tampoco dormí bien. La pasé en un duermevela en el que mis sueños eran acosados por pesadillas en la que aparecía el hombre sin rostro; mientras que mi vigilia era bombardeada por centenares de preguntas, cuando no me embarga la culpa por las lágrimas que hacía derramar a mi madre por mi terquedad de permanecer en mi apartamentito.

Lo peor, por mucho, eran las pesadillas. El hombre sin rostro no hacía nada, no porque no quisiera, me atrevo a asegurar, sino porque la vigilia siempre me arrancaba del sueño antes de que el hombre pudiera hacer algo. ¿Era mi subconsciente protegiéndome?, de ser así, ¿qué era eso tan pavoroso que tenía que devolverme a la vigilia para que no lo presenciase?

Con cada vez que era arrancado de mis sueños cuando el hombre se preparaba para hacer lo que fuera que quisiera hacer, mi curiosidad aumentaba, pero en nada se comparaba al terror que me embargaba y que era la forma que mi subconsciente utilizaba para devolverme a la realidad.

En mis pesadillas el hombre podía aparecer vestido de diferentes maneras, la más usual era que apareciera utilizando la vieja gabardina, aunque no era raro que se presentara usando ropa casual o un overol, como esos que usan electricistas y trabajadores afines, estos vestuarios no tenían capucha, no obstante, su rostro permanecía en las sombras. No entendía por qué nunca veía su rostro. Cada vez me convencía más de que cuando por fin viera su rostro sabría quién era y por qué me atormentaba. Sobre lo primero, ya tenía una hipótesis.

Además de los vestuarios que ya mencioné, en un par de ocasiones apareció usando una bata. No sé por qué, pero fueron las ocasiones que más miedo me provocó. En esas ocasiones despertaba tan aterrado que creí que mi corazón estallaría por mi acelerado ritmo cardiaco. Nunca sentí tanto miedo como en esas ocasiones, ni siquiera cuando aparecía en llamas.

Había dos cosas que nunca variaban en ninguna de mis pesadillas, sin importar cómo apareciera vestido o si aparecía en llamas o no. La primera era su aliento a alcohol, siempre olía a alcohol, un olor penetrante y fuerte como si llevara días bebiendo. La segunda era esa certeza de que estaba allí para hacerme daño, lo notaba en su aura y en la forma que ladeaba la cabeza. Quería hacerme daño, mucho daño. Para mí fortuna, siempre despertaba antes de que consiguiera su objetivo.

Tras todo lo que mencioné, es de entender que no pasara una buena noche. Y las que siguieron, si bien el ritmo de pesadillas disminuyó, no desaparecieron.

El miércoles llamó mi madre cuando me preparaba el desayuno. No quería contestar, pues no quería oír su llanto ni sus súplicas de que me marchara de mi apartamento. Pero pensé que si no lo hacía sólo la preocuparía más. Para mi sorpresa estaba calmada y no me pidió que abandonara el edificio. Únicamente me preguntó cómo estaba y si todo estaba bien.

Pensé que quizá tío Tom la había convencido de que no se preocupara por el cabeza hueca de su hijo o que quizá era una nueva estrategia pero persiguiendo el mismo resultado, el de sacarme de mi apartamento. De todas formas me alegró la mañana. Le aseguré que todo iba bien (no le mentí, porque además de las pesadillas no había vuelto a ver al hombre sin rostro) y que debía irme al trabajo.

Hablé con madre las siguientes dos noches. No tocamos para nada el tema que nos había alejado, era como un pacto tácito entre ambos. En cambio hablamos de cosas triviales, sobre los amigos y vecinos que había dejado y sobre mis nuevos vecinos y compañeros de trabajo. Incluso reímos. Parecía que todo estaba bien.

Y digo bien porque incluso mis sueños estaban retomando el rumbo habitual. Las pesadillas eran más esporádicas y, aunque siempre despertaba antes de que el hombre sin rostro me hiciera algún daño, ya no despertaba gritando ni tan aterrado como las primeras noches. ¿Me había acostumbrado?

Además de que las pesadillas se espaciaban cada vez más, debo decir que en mi trabajo me iba de maravilla e incluso conocí a una chica, Stephanie, que me agradaba mucho, con la que incluso había almorzado en dos ocasiones. Lo mejor de todo es que transcurrió esa semana sin que volviera a mirar la aparición del hombre sin rostro. Y de cervezas, no quería oír ni hablar. Estaba convencido de que ese extraño suceso y las pesadillas pronto quedarían atrás. Parecía que empezaba a disfrutar de la vida que buscaba cuando me mudé a la ciudad.

¡Cruel destino! ¿Cómo iba a imaginar que lo peor estaba por venir, que la paz que por fin parecía conseguir no era más que un espejismo?

El fin empezó a fraguarse un sábado por la tarde, una semana después de mudarme a mi apartamento. Volvía de la media jornada de trabajo que me correspondía por ser sábado, y me había comprado el almuerzo en el camino. Mientras subía por las escaleras recordé que no había comprado bebida. Tenía agua natural en el apartamento, pero necesitaba soda para acompañar mi almuerzo. No me quedaba de otra que ir al Mini-Market, y con esta decisión vino una especie de desazón y temor.

Desde la noche del domingo que compré las últimas tres cervezas, no había vuelto a ir al market, de manera inconsciente lo había estado evitando. Es más, ni siquiera lo volteaba a ver cuando salía o entraba al edificio; en esas ocasiones procuraba mantener la vista baja. Y no era sólo por el rótulo de la oferta de cervezas Gallo y su horrible logo negro con bordes dorados. No, había algo en el mismo market que me repelía de un modo especial. En palabras sencillas: me disgustaba el lugar. Me causaba aprensión, aunque no entendía por qué.

«Sólo irás por una soda ―me dije―. ¿Qué de malo puede pasar?» No sabía la sorpresa que el destino me tenía reservada en el interior de ese lugar.

Crucé la calle con mi corazón latiendo más rápido de lo normal. Antes me aseguré de que no venía ningún coche cerca, lo hice dos veces, algo poco usual en mí. Debo admitir que me encontraba nervioso. ¿Era el instinto previniéndome? Creo que sí, ¿por qué no le hice caso? Pude haber ido a la farmacia de la esquina o a cualquier otro lugar o beber agua natural de la que tenía en casa. El instinto me prevenía, pero yo hice caso omiso.

Me introduje en el market y saqué una Coca-Cola de veinte onzas de uno de los refrigeradores. No volví la vista a aquél en el que sabía estaban las latas de cerveza Gallo. Me acerqué a la caja para pagar. El envase de plástico de mi bebida se me escapó de las manos cuando vi al hombre en la caja. Allí estaba él, el hombre de mis pesadillas, el hombre sin rostro. Con la gran diferencia de que ahora tenía rostro. Era él…

¡Mi padre!

Continuará...

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