La casa sobre la colina (V)

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Andrés Jesús sabía que se podía contar con el hijo de los Herrarte para casos así. El muchacho tenía diecisiete años, todavía no tenía edad legal para beber, pero eso no impedía que fuera un bebedor empedernido.

Era la una de la madrugada. Ya era lunes. Andrés llevaba tres horas esperando. Empezaba a desesperarse, pues empezó a temer que el muchacho no iba a regresar a casa. Hasta que lo vio doblar una curva de la carretera, tambaleante como siempre.

Esa tarde, cuando Arlene confesó que deseaba carne humana, creyó que él iba a constituir esa carne. ¡Qué tonto había sido! Arlene jamás lo dañaría. En cambio le había suplicado que le consiguiera algo de comer. Era aberrante, y Andrés Jesús lo sabía, pero su pequeña no había elegido convertirse en esa cosa. Mientras averiguaba cómo liberarla de tamaña tortura debía procurar su subsistencia. Sin importar el costo. Era su pequeña, y por ella haría lo que fuera.

No pensó en Osman Herrarte como primera opción. Es más, nadie se le ocurrió como primera opción. Simplemente fue a San José pensando que algo se le ocurriría. Mientras daba vueltas por las empinadas calles, vio al joven en jolgorio con un grupo de amigos. El muchacho no vivía en el pueblo mismo, sino algo alejado, aunque no tanto como él. Se le ocurrió de pronto que era la víctima que necesitaba. Había entrado a la refresquería y se tomó tres cervezas, cuidándose de mandar dos tandas al grupo de amigos pero sin fingir mucho interés en los muchachos. Después había ido a esperar.

―¿Quieres que te lleve? ―habló al muchacho.

Osman Herrarte se sobresaltó, pero se relajó al reconocer a Andrés. Claro, era el vecino de la casita de la colina, el que les había invitada un par de chelas. Vivían en la misma dirección, no tenía nada de peculiar su ofrecimiento. Así que se subió al coche.

―Yo me quedé picado ―dijo Andrés Jesús―. En casa tengo una botella de Jack Daniels, ¿quieres ir a tomarla?

Por la asiduidad con que bebía, Osman apenas se podía permitir aguardiente y cervezas baratas. No iba a despreciar un Jack Daniels.

Fue conducido como un corderito al matadero. Entraron en la casita de la colina y luego a una habitación que olía a ratas y a sucio. Estaba oscuro. De pronto el suelo desapareció bajo sus pies. Gritó. El primer grito fue una parodia del primero cuando al caer se rompió las piernas. El segundo grito fue una parodia del tercero cuando se percató que no estaba solo allá abajo. No había luz pero percibía una presencia asesina en el mismo recinto. El dolor de las piernas rotas se convirtió en horror a perder la vida, a perderla con algún monstruo de una fealdad inenarrable.

Andrés Jesús arrugó el rostro y cerró con llave la puerta del almacén, como si con ello fuera a alejarse de los gritos. Pero los gritos desgarradores continuaron allí, y fueron diluyéndose poco a poco. Andrés imaginó que Arlene lo llevaba túneles adentro, para darse un festín. No pudo evitar tirarse contra la pared y llorar. ¿Qué había hecho él y qué hacía Arlene?

En todo ese rato Tomás no dejó de armar jaleo. Y sólo se calmó hasta que los gritos en las cavernas bajo la casa cesaron. Andrés Jesús esperaba que no hubieran oído en casa de su cuñado.

Esa noche sus sueños estuvieron plagados de pesadillas. Por la mañana no se atrevió a bajar a la caverna de Arlene. Fue directo a su trabajo y estuvo pendiente de los noticieros locales y de las redes sociales. Ese día no apareció nada. Fue hasta el martes que se comentó que el joven Osman Herrarte había desaparecido.

Jesús Andrés continuó teniendo pesadillas. Cuando en la calle lo miraban temía que alguien alzara la mano y lo señalara con un dedo acusador y gritara “él fue, fue él quien hizo desaparecer a Osman”. Pero llegó el viernes y nadie había hecho alusión alguna al terrible crimen que había cometido. Ni siquiera la policía llegó a interrogarlo. Y cómo no, si era la justicia de Guatemala, donde tienes al criminal frente a tus ojos pero nunca lo notas. Al final se convenció de que no tenía nada que temer. La impunidad fue restándole gravedad al crimen en su consciencia.

Quince días después, Osman Herrarte era otro desaparecido en una larga lista. Andrés Jesús estaba listo para procurar más alimento a Arlene.

No se atrevió a bajar a la caverna hasta el quinto día después de que raptara a Osman Herrarte. La imaginación le figuraba que encontraría el suelo de la misma cubierta de sangre, huesos y destrozos de carne, a pesar de tener la certeza de que Osman había sido arrastrado a las cavernas más lejanas.

Con todo, necesitó mucha presencia de ánimo para bajar. También se llevó a Tomás. Desde la noche que raptó a Tomás, Arlene no había vuelto a asomar sus extremidades a la superficie, poniendo de manifiesto que en verdad sufría cuando lo hacía. Llevaba a Tomás a modo de disculpa por tardar tanto en bajar a verla.

Al descender se encontró solo con el perico en la caverna, pero no tardó en oírse el ruido de algo que se acercaba, con unos pasos que hacían leves sonidos de succión. No recordaba haber oído ese ruido antes y ya no estaba seguro de haber bajado ni que aquello que se acercaba fuera su hija. El miedo lo acometió con lacerante punzada y observó la piedra moverse con aprehensión.

Lo que salió del negro túnel era Arlene, aunque estaba un poco cambiada, o eso pensó. Con todo, sólo la había visto una vez, así que no sabría asegurar qué era ese cambio que notaba.

―¡Arlene, Arlene! ―canturreó el pajarraco que voló del hombro de Andrés Jesús para posarse en el de Arlene, si es que el inicio de los tentáculos más cercanos al rostro podía llamársele hombros.

―¡Qué alegría verte de nuevo, papá!

¡Esa voz, ese tono, esa dulzura, esa alegría y amor incondicional reflejados en tan pocas palabras! Andrés estaba rendido ante aquel ser. Era de fealdad inefable, pero la mente y el corazón de Arlene estaban allí, tras esas capas amorfas y repulsivas.

Se pusieron a charlar como lo hacían antes, ella parecía tan inocente y juguetona, por momentos olvidada su condición de monstruo. Él no lo olvidaba, pero tampoco le daba importancia. Tomás participaba de la alegre tertulia, repitiendo palabras y aleteando de uno a otro sin parar.

Así pasaron otros cinco días, amenos, a pesar de la cruel realidad. Al décimo día desde que le llevara a Osman, Arlene empezó a decir que tenía hambre. Ese día Andrés sorteó el tema, también al onceavo, pero al doceavo Arlene no lo permitió, así que Andrés salió con lágrimas en los ojos, huyendo antes de que lo convenciera de cometer de nuevo la atrocidad de ayudar en la muerte de una persona.

El día trece escuchó los lamentos de su hija allá abajo, eran gemidos lastimeros que estremecían el corazón. ¡Su hija sufría! Su hija reclamaba a su padre. Estaba atrapada en el cuerpo de aquella cosa y no era capaz de valerse por sí misma. Necesitaba que su padre le procurara algún alimento. Pero él no quería secuestrar, ni matar. No quería, se negaba a hacerlo.

El día catorce escuchó leves golpes en la tapa de cemento que había puesto para cubrir el suelo. Los gemidos se intensificaron. Salía afuera y no los oía, pero sabía que estaban allí. Los rostros de los conductores se volvían con frecuencia hacia su casa como diciendo “Lo oímos, Andrés, tu hija sufre. No sólo dejas que un ser de ultratumba la rapte, sino que ahora te niegas a ayudarla”.

Hasta que no pudo más. El día quince bajó y le dijo que lo haría. ¡Ella era su pequeña y no pensaba abandonarla!

¡No lo haría!

Continúa...

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