El hombre sin rostro (I)

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Me mudé a mi nuevo apartamento cargado con valijas llenas de ropa y sábanas de cama, cajas de cartón con trastos y otros utensilios propios de cocina y limpieza, y un baúl repleto de ilusiones.

Era mi nuevo apartamento algo pequeño, ubicado en la tercera planta de un edificio de cuatro, no muy cerca del centro de la pequeña ciudad a la que me mudaba. Lo único que diferenciaba el apartamentito de los demás era la numeración sobre la puerta: el mío era el 3E.

Sólo tenía una sala, en la que pondría el televisor que pensaba comprar esa semana; un dormitorio, donde ya estaba mi nueva cama que la comercializadora había llevado hasta allí; una cocina, diminuta como todo lo demás, pero al estar vacía parecía espaciosa; y el cuarto de baño, éste sí ya estaba equipado; sería ridículo que también me hubiese tocado llevar el inodoro.

En definitiva, se trataba de algo pequeño, pensado para personas solteras o parejas que recién inician una vida juntos. Sumando al tamaño la distancia no tan céntrica, hacía que la renta fuera asequible para un recién egresado de la universidad que apenas iba a empezar su primer empleo como era mi caso.

Lo más importante es que me gustaba. Me parecía limpio y acogedor y estaba seguro que podría vivir cómodamente en ese lugar los años que fueran necesarios, hasta que mi carrera ascendiera y pudiera costearme algo mejor. Para empezar, no estaba mal. Todo lo contrario, me iba perfecto.

Además, tenía muchos servicios a la vuelta de la esquina. De ello me había dado cuenta el día que vine a ver el apartamento con el administrador del edificio. Al costado derecho había una farmacia; a la esquina una librería; a dos cuadras una gasolinera, aunque no sé de qué me alegraba si no tenía coche; una cuadra a la izquierda había un pequeño restaurante de comida rápida y, a menos de un kilómetro, un centro comercial.

Pero lo que de verdad me llamó la atención fue el mini-market frente al edificio mismo. Tras salir de mirar el apartamento y después de cerrado el trato, permanecí algo más de un minuto mirando el market, obsesionado por un momento por alguna razón que no llegaba a comprender.

El local no tenía otro nombre que ese: Mini-Market, pintado en grandes letras rojas sobre el blanco de la porción de pared que dividía el market propiamente dicho y la edificación de arriba, que supuse era donde vivían los dueños del comercio que tanto llamaba mi atención.

Miré el vidrió transparente, parcheado aquí y allá por carteles con las ofertas disponibles, sobretodo de cerveza. Había uno en el que se leía Gallo, 4 x Q. 25.00, un anuncio que había visto en sinfín de lugares, pero era la primera vez que me fijaba realmente en él. Sobretodo, mi vista se fijaba en la etiqueta negra y dorada con la forma de una cabeza de gallo. Había algo tenebroso en ella.

Al otro lado del vidrio se alineaban tres filas de estanterías y una de cámaras refrigeradoras. Las imaginé llenas de gaseosas de todos los tamaños, jugos, bebidas rehidratantes y energizantes, lácteos y… cerveza. Sabía que en comercios como esos la mitad de los refrigeradores están llenos de cerveza, por lo que seguro habría de una docena de marcas. Pero mi mente volaba al logo dorado y negro de las Gallos.

Fue cuando percibí la mirada del dependiente a través del cristal, estudiándome, sopesando si sólo era alguien que se había perdido en su mente o alguien que analizaba la mejor forma de entrar a robar. Me marché antes de que concluyera lo segundo y llamara a la policía.

Decidí que sólo era un establecimiento comercial cualquiera. Por eso esa mañana que me mudaba a mi nuevo hogar, apenas si me fijé en el local blanco y sus vidrios que reflejaban la luz del sol del otro lado de la calle. Aunque he de admitir que había algo de morbo en el deseo de volver la vista y echarle un pequeño vistazo.

Era media mañana de un sábado cualquiera, y yo no empezaría a trabajar hasta el lunes siguiente, de modo que tenía casi dos días para instalarme. Lo que llevaba era tan poquito que terminé incluso antes de mediodía. Todo el lugar daba la sensación de estar vacío. Por un segundo sentí miedo, me pareció un sitio frío y vulnerable. ¡Vulnerable!, ¿a qué? Y de pronto mi miedo empezó a aumentar.

Pero justo en esos momentos mi teléfono empezó a vibrar en uno de mis bolsillos y el hechizo se rompió. Era mi madre, para confirmar que vendría al día siguiente para ayudarme a elegir una estufa para mi cocina y un refrigerador. No tenía mucho dinero, pero ya que pronto empezaría a laborar y a devengar un sueldo mensual, bien podía adelgazar mis ahorros para procurarme una vida no tan austera.

Puesto que no tenía nada que hacer, y a falta de televisor, me puse a ver películas en la computadora portátil. A eso de las dos de la tarde fui por una pizza al restaurante que quedaba a una manzana, pedí una Coca-Cola de dos litros y pasé el resto del día comiendo, tomando refresco y mirando, hasta por tercera vez, algunas de mis películas favoritas.

A la noche estaba tan aburrido que no se me ocurría nada mejor que irme a la cama, excepto… Le di vuelta unos momentos a la idea. Nunca he sido aficionado a las borracheras ni a irme de fiesta, lo que habría sido una buena opción para un joven de mi edad, solo, en la ciudad, iniciando la etapa independiente de su vida. Sin embargo, una dos o tres cervezas desde luego no estaría mal. Y de pronto, ya sabía qué cerveza quería tomar.

Saliendo del apartamento para ir al mini-market, eran las nueve de la noche, me topé con una pareja en el apartamento 3D, mis vecinos sin duda, los saludé como desconocidos que eran y como vecinos que íbamos a ser, y continué mi camino, fija la mente en la idea de comprar tres Gallo.

De pie ante el vidrio parcheado de carteles de anuncios, algo atraía mi atención hacia el mencionado cartel de oferta de cervezas Gallo. No obstante el deseo o necesidad de mirar, hice caso omiso y abrí la puerta del market. El dependiente de turno apoyaba el codo en el mostrador y miraba aburrido a un joven que ponía ante él una caja de Corona enlatadas, dos botellas de ron y dos envases grandes de soda. No había que olvidar que era sábado y seguramente muchos iban a ponerse hasta el copete esa noche. Yo por mi parte sólo pensaba tomarme unas pocas.

Busqué la cámara que correspondía. Estaba nervioso y sentía que las manos me sudaban un poco. Me sentía como si fuera un chiquillo que por primera vez compra cervezas a escondidas o va a comprar sus primeros condones a la farmacia. Era una mezcla de miedo y nerviosismo. ¡Era ridículo!

Hasta que encontré las Gallo enlatadas y me detuve un minuto mirándolas, dándome ánimos para alargar la mano y tomar tres. Pocas veces había dudado tanto. No lo entendía. No era la primera vez que tomaba ni que compraba de esas mismas cervezas, ¿pero por qué el miedo en esa ocasión? Me dije que era porque mi madre llegaría al día siguiente y no quería que supiera que había tomado. Me convencí un poco que se trataba de eso, de modo que por fin tuve el valor de coger tres latas. En el fondo sabía que no era así.

Ya en mi habitación destapé la primera lata, y ese característico sonido que nos hace suspirar de deleite, en esa ocasión me ocasionó un profundo terror. Admito que un grito estuvo a punto de brotar de mi garganta, las manos me temblaron de forma escandalosa y la lata de cerveza se zafó de mi mano, cayó con un golpe sordo en el piso y vertió su contenido en el piso que había trapeado esa misma mañana.

La lata rodó vertiendo su amarillento contenido. En su recorrido iba a tocar mis pies y sentí que era una serpiente que me quería morder. Me alejé de un salto y la lata se quedó inmóvil, el maldito logo negro y dorado con la forma de la cabeza de un gallo mirándome de forma burlona. De pronto abrió su pico para reírse, pero no era la risa que podría haber hecho un gallo si éstos rieran, sino que era una risa humana, febril y demente.

Era una risa que juro ya escuché antes. Fue esa risa lo que me llenó de espanto y me hizo correr a mi cama y quedarme allí hasta que el sueño me venció.

Continuará...

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