La casa McGive (III)

63 7 0
                                    

Una semana más tarde, todavía le daba vueltas a la cuestión de un posible hermano. Conversó el sábado con R.R. y el domingo se tomaron algunos tragos sentados en torno a la mesita del porche. Volvió a tocar el tema del hermano (Kevan), pero R.R. no había querido continuar, dijo que seguramente había confundido los recuerdos. A Esteban le pareció que esquivaba el tema a propósito. En cambio, lo cuestionó sobre si pensaba buscar trabajo y se comprometió a hablar con su jefe para procurarle alguna chance. Quedaba claro que no quería hablar sobre ¿Kevan?

No tenía por qué preocuparle la mención de un posible hermano, se repetía continuamente, pero la cuestión era que le preocupaba y lo mantenía pensativo. Y es que cada vez que pensaba en Kevan se convencía más que ese Kevan existía o había existido. «¿Y qué que exista o haya existido?», se cuestionaba. Eso no le quitaba ni le ponía a su situación actual. No obstante era un tema que había quedado clavado en su mente.

Quizá era esa insistencia con que el tema del hermano saltaba a su mente lo que lo llevó a soñar con él. No eran sueños claros que evidenciaran que soñaba con ese hermano, no obstante era a la conclusión que llegaba cuando despertaba en medio de la noche y lo asaltaban imágenes fugaces del sueño del que recién escapaba.

Esas imágenes incluían el rostro infantil de un muchachito rubio y de ojos azules. Se decía que era la imagen que R.R. había implantado en su mente, pero R.R. no había descrito a Kevan, por lo que la sensación de que era un recuerdo traído por ímprobos esfuerzos de la reminiscencia era muy fuerte. ¿Sería que en los sueños pudiera escarbar más en su memoria y traer al presente recuerdos largamente enterrados en el olvido?

Las primeras noches apenas recordaba imágenes sueltas de esos sueños, pero a medida que las noches transcurrían, cada vez era capaz de recordar más detalles. Quería creer que era su mente dándole forma a una historia que no era la suya, pero resultaba una explicación endeble.

Los primeros sueños que recordó casi enteramente eran sueños cortos y no tenían nada que ver con pesadillas, sin embargo, al despertar, el miedo y el alivio al despertarse eran similares a cuando despertaba de un mal sueño. El primer sueño que recordó transcurrió en la sala de esa misma casa. En ella estaban él (tendría unos cinco años), sus padres y el muchachito rubio, su hermanito, de unos tres años. En el sueño no tuvo ninguna duda de que era su hermano. Y fue esa certeza la que lo llevó a despertar con el corazón agitado.

A partir de ese sueño recordó muchos otros, en ninguno pasaba algo malo. A veces jugaba con Kevan, otras veces veían televisión, se vio tirando de su mano para alcanzar el carrito de helados, poniéndole un gorrito navideño, junto al árbol abriendo obsequios. Si eran recuerdos reales, eran meramente nostálgicos, pantallazos fugaces de una infancia feliz, no entendía por qué entonces despertaba sobresaltado y lleno de miedo, a veces molesto.

La séptima noche desde que R.R. hiciera mención de Kevan soñó, como todas las noches desde ese momento, que estaba jugando con su hermanito en el patio de la casa vecina. En esa ocasión no estaban solos, estaba R.R. y otros niños del vecindario, la mayoría eran dos o tres años mayores que Esteban. Alguien le había preguntado a Kevan el nombre de su padre (los niños mayores suelen hacer ese tipo de preguntas estúpidas únicamente para molestar) y el niño rubísimo, pese a tener solo tres años, respondió con soltura:

―Estuardo.

A continuación, el muchacho que había preguntado a Kevan (que no era R.R.) le hizo la misma pregunta a él. Esteban había contestado o al menos lo intentó, pues en ese entonces sufría de tartamudez, Es-tu-tu-tu. Nunca llegó a terminar la respuesta pues los otros chicos no pudieran contener las risotadas. Lo que más le dolió fue que Kevan reía tan fuerte como los demás.

Pero aún habría algo que le dolería todavía más, algo que salió de los pequeños labios rosados de su hermano menor.

―No lo pudiste decir ―reía a tambor batiente―, y no es cierto que Estuardo sea tu papá, él es sólo mío porque tú eres adoptado.

Despertó a mitad de la noche con un extraño dolor en el pecho, reminiscencia del sueño que ahora ya podía catalogar como pesadilla. «Adoptado, Adoptado», repitió mentalmente. La palabra le dejó un regusto amargo en la boca y por fin pudo poner nombre a ese sentimiento que le provocaba el recuerdo de Kevan pero que no había logrado definir: Odio. Los sueños anteriores eran como recuerdos de un pasado donde habían sido dos hermanos cualquiera, de una relación sana que se había estropeado en aquél punto.

Pugnaba por recuperar todos los recuerdos perdidos cuando le pareció que la casa vibró. Sufrió un sobresalto y se sentó en el borde, a la espera de otra vibración, lo que confirmaría que se trataba de un terremoto. La casa se mantuvo inmóvil y silenciosa durante cinco minutos, con lo que volvió a relajarse. Sin duda se lo imaginó todo. ¡Qué locura!, en esa parte del país no temblaba nunca.

Antes de quedar dormido una hora más tarde, ya en el filo de la semiinconsciencia, pensaría que no había sido como el preludio de un temblor, más bien fue cómo la respiración de un animal inmenso cuyo cuerpo era la casa. Sonrió por lo absurdo de esa idea un segundo antes de quedarse dormido.

A la mañana siguiente no recordaría ese pensamiento fugaz.

Lo que sí recordaría sería el sueño donde tartamudeaba y su hermanito se unía al coro de risas mientras lo señalaba y le decía que era adoptado. Al inicio de la mañana quiso desdeñar el sueño, aducirlo a lo mucho que venía pensando en Kevan últimamente, pero entre más vueltas daba al asunto, más se convencía de que no fue un sueño sino un recuerdo. Y es que, si se detenía a pensarlo con calma, las evidencias físicas lo llevaban a concluir que en efecto no era hijo de los McGive. Estuardo era rubio, y la madre pelirroja. El uno tenía la piel como la leche y la otra del color del bronce. El uno tenía ojos azules y la otra marrones. En cambio él era moreno, cabello negro y ojos grises.

Tres días más tarde, mientras miraba cómo una mancha verde empezaba a salir en la pared de un cuarto que hacía de bodega, al ponerse de pie golpeó contra un viejo armario y algo cayó flotando con parsimonia. Era una fotografía. Esteban McGive la cogió al vuelo y la miró detenidamente. En la fotografía salía un niño moreno y otro rubísimo. Una fotografía de él y Kevan. En el reverso habían escrito algo: 

El pequeño Kevan, cuando tenía un año de edad, y su hermano adoptivo Esteban.

No tendría que haberle importado, total ya era pasado y en nada afectaba su presente, pero sintió la rabia reverberar en su interior y un sentimiento de odio como no sentía desde hacía mucho.

Kevan llegó a enterarse que no era hermanos de verdad y lo había fastidiado por ello. Y él lo había odiado, a él y a los otros. En esta ocasión apenas si sintió el vibrar de la casa, que no vibraba sino más bien era un rumor sordo, como el ronroneo de un gato o un motor.

Tampoco se dio cuenta que la letra de la fotografía no pertenecía a ninguno de los señores McGive.

Continuará...

Historias de terror ✔ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora