La enfermera (II)

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La mañana que siguió a nuestra primera noche en la nueva casita desperté desorientada. Recuerdo que había soñado con Lizie. Ella se había bajado de la cama, y estaba muy desmejorada. Su rostro, que empezaba a hincharse, en mi sueño tenía el tamaño de un balón de fútbol; los huesos de los pómulos estaban saltados y estiraban sus mejillas en ángulos horribles; su frente también tenía partes estiradas y saltadas; sus ojos, del tamaño de pelotas de golf, parecían a punto de saltar de sus cuencas; y, su mandíbula estaba doblada y desencajada provocando que su boca siempre estuviera abierta en una mueca horrible. Sus pies, sus manos, todo su cuerpo se había doblado en ángulos imposibles y horrendos que su largo camisón blanco apenas lograban disimular. Pero lo más horrible de la pesadilla fue cuando empezó a caminar. ¡Oh Dios, cómo caminaba! Tambaleante, a trompicones.

―¡Alicia! ―me llamaba― ¡Alicia!

Llegó hasta la pared que separaba nuestras habitaciones. 

―Alicia, tú tienes algo que es mío. ―Y empezó a golpear la pared con su deforme cabeza a fin de abrir un boquete por donde pasar.

Desperté con un grito. Me encontraba a mitad de un reducido y sucio cuarto, que durante un momento se me hizo desconocido. ¿Dónde estaba?

Un golpe me hizo dar un salto en la cama y mirar hacia la pared. Pero entonces mamá habló desde la puerta.

―Alicia, querida, arriba, recuerda lo que hablamos.

La voz de mamá trajo consigo todos los recuerdos.

―Ya voy, mamá.

Pero antes de ir con ella fui a ver a Lizie. Ella dormía, cubierta de pies a cabeza con las sábanas. Su cabeza estaba como siempre, aunque era posible apreciar cómo los huesos empezaban a atrofiarse. ¿Llegaría a deformarse su cabeza tanto como en mi sueño? La idea me produjo un fuerte golpe en el pecho.

Bajo las mantas, su respiración subía y bajaba de forma apaciguada. A través de ellas no era posible mirar sus piernas ni sus manos, pero allí estaban, doblándose y saltándose en ángulos horribles. ¡Dios, no quería que Lizie degenerara en el monstruo de mis pesadillas!

De pronto abrió los ojos y me miró, sorprendida retrocedí un paso. Ella me sonrió.

―Buenos días, Alicia.

Tardé más de cinco segundos en contestar, pues de pronto la reciente pesadilla volvió a mi mente. Sus ojos, esa expresión malévola que vi en el sueño, era muy similar a la de que cuando los abrió ahora.

―Buenos días, hermanita. ¿Necesitas algo? ―Traté de devolverle la sonrisa, pero no sé si me salió espontánea y sincera.

No quiero que Lizie se convierta en el horrible ser de mis sueños. Decidí que a partir de ese día iba a orar más por ella.
*****
Las semanas se suceden una tras otra en la casita. Mamá trabaja de lunes a viernes, de ocho a cinco de la tarde y las salidas por la noche se han reducido a casi cero. Yo continúo yendo a la escuela donde curso el sexto grado que está pronto a terminar. La escuela me queda bastante más lejos, pero aparte de los tediosos trayectos todo va bien. Al menos por ese lado.

Donde todo sigue empeorando es con la pobre Lizie. Al mudarnos, Lizie era autosuficiente para muchas cosas. No podía correr, saltar ni gritar (entre otras cosas) como el resto de las niñas, pero podía desplazarse arrastrando los pies por la casa cuando el dolor no era tan fuerte. Podía ir al baño por sí misma, comer por su cuenta e incluso habría podido bañarse de no apropiarse esa tarea mamá cuando no me la delegaba a mí.

Pasadas algunas semanas, y pese a mis continuos ruegos a Dios, Lizie no mejoraba, todo lo contrario, los huesos se iban perfilando más en su piel. Ni las medicinas ni las oraciones surtían efecto alguno. Y poco después, ni las pastillas para el dolor podían reprimirlo del todo, así que mamá tuvo que recurrir a medicamentos más fuertes y caros.

A falta de dos semanas para que terminara mi curso escolar, se hizo notorio que era del todo imposible que Lizie pudiera hacer algo sin ayuda de nadie. Quizá lo único sobre lo que todavía tenía control era en masticar la comida, siempre con gestos de dolor, y expulsar la misma por el salidero.

Esto preocupó a mamá de veras. A menudo la veía comiéndose las uñas en la salita y en la cocina, a veces caminaba de un lado a otro en el patio y corría al interior cuando escuchaba algún ruido provenir del cuarto de Lizie. Estaba más asustada y preocupada que nunca. Muchas veces la descubrí observando las casas vecinas, y sé que pensaba en alguien que pudiera ayudarla.

Afortunadamente Dios aprieta pero no ahorca, al menos así he oído decir a muchas personas. En este caso una vecina accedió a hacerse cargo de Lizie por las mañanas. Su nombre era Zoraida, tenía cincuenta y cinco años, porque un día se lo pregunté, y todos sus hijos ya se habían ido de casa exceptuando a una inquieta muchacha de diecisiete. A la hija la vi muy poco, digamos que le interesaba nada o menos lo que sucediera en nuestra casa.

Mamá me la presentó la tarde del lunes después de regresar de clases. Mamá no había ido a trabajar ese día.

―Alicia, cariño, la señora es nuestra vecina Zoraida y ha accedido a cuidar a tu hermana las mañanas que te quedan de clases.

No tendría que haberme sorprendido el saberme seleccionada como enfermera a tiempo completo de Lizie, pues sabía que era la única opción para que madre continuara en su empleo. De todas formas me sorprendió y afectó. Una cosa era ocuparme de Lizie cuando madre no podía, pero ¿siempre?, sabiendo que ahora ella no podía valerse para casi nada.

―Muchas gracias, señora ―agradecí con voz apagada.

De manera que durante dos semanas fui enfermera a media jornada de Lizie, compartía honores con la señora Zoraida. Aunque de honores tenía poca cosa, lo notaba en los gestos que la señora Zoraida hacía cuando creía que nadie la observaba. A veces hablaba algunos minutos con nuestra vecina cuando regresaba de clases, ella me contaba cómo le había ido con Lizie y lo que había hecho por mi hermana.

Los primeros días era común que me dijera:

―Ya le di de comer, Alicia. No tendrás que hacerlo hasta que venga Silvia.

En cambio, los últimos días, la situación cambió.

―Lo siento ―decía la señora Zoraida―, pero no ha querido comer nada. Tendrás que intentarlo tú en un rato.

Había que hacerlo, eran órdenes del doctor y de mamá. Pero cada vez era más difícil, se negaba a comer, decía que le dolía mucho. En ocasiones, desesperada, abría su boca y le metía un poco del puré que ahora era su comida, entonces lo expulsaba con gran fuerza sobre mi cara. Más de una vez me pregunté por qué para embarrarme la cara sí tenía bríos.

Al principio iba al baño por la mañana y le tocaba esa desagradable tarea a la señora Zoraida. Al final, se reservaba ese trabajo para mí. Sabía que no lo hacía adrede, ni lo del baño ni lo de escupir la comida, pero eso no evitaba que, contrario a los demás niños, esperara con espanto y terror la llegada de las vacaciones.

Hasta que llegaron. La señora Zoraida dejó de ir a casa. Cuando se fue parecía muy aliviada, y ahora sí, era la enfermera a tiempo completo de Lizie.

¡Con qué espanto di la bienvenida a las vacaciones de fin de curso!

Continuará...

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