La casa McGive

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Cuando Esteban McGive se enteró que era heredero de una casa en un pueblo que apenas conocía de nombre, quiso gritar de felicidad. No quiso, efectivamente eso fue lo que hizo, afuera de la casa, junto al buzón. El vecino, que en esos momentos había salido para recoger su periódico y correspondencia, se lo que viendo extrañado. Esteban opacó su alborozo y saludó con la mano alzada, un gesto poco habitual en él. El hombre le hizo un gesto hosco, puso el periódico bajo el brazo y regresó al interior de la vivienda ojeando superficialmente la correspondencia. Por el exabrupto que soltó llegando al rellano de la puerta, Esteban supo que no todo eran buenas noticias para el vecino. Eso lo alegró mucho. ¡Dos alegrías en un minuto! ¡Ese iba a ser su día!

Y bien que necesitaba tener al fin un día de buena suerte, con lo complicado que se le había puesto todo durante las últimas semanas, durante la vida.

Esteban McGive pasaba por una mala racha, desde siempre. Lo habían despedido hacía dos meses de su empleo y aún no conseguía un nuevo trabajo. Unas cuantas entrevistas, un apretón de manos al final y una promesa de que le llamarían después. Se preguntó por qué insistían en usar la misma frase para mandarlo a uno por el caño. ¡Qué poca inventiva tienen los odiosos jefes! ¡Qué poco originales!

Tenía cuarenta y cinco años y estaba desempleado. No era una buena edad para estar desempleado, aunque tampoco era para alarmarse, se decía. Sin embargo, no era únicamente la cuestión laboral. Tenía cuarenta y cinco años y seguía tan soltero como el día que vino el mundo. Su última novia, esa con la que creía que iba a desposarse y por fin disfrutar de los sinsabores del matrimonio (era lo que decían sus amigos del trabajo) lo había cortado un año atrás. Y no había nada en perspectiva con nadie más. Eso era deprimente.

Se tendió en el sofá y releyó las primeras líneas de la carta. No había delirado, le informaban que era dueño de una propiedad. Lo raro era que no conocía esa localidad más que de nombre. No sospechaba que sus padres tuvieran una casa en ese lugar. «A lo mejor estaban en el negocio de los bienes raíces». Era una buena explicación como cualquier otra, no obstante, no le satisfacía por completo. Lo que quería decir que era improbable, los señores McGive se caracterizaron por vivir casi en la mendicidad. «¡Bienes raíces!», se mofó interiormente.

Los señores McGive habían muerto cinco años atrás. Entre las pertenencias que dejaron a su único hijo estaban una lavadora, un refrigerador y un viejo ropero. También la ropa, pero esa la donó a un asilo de ancianos y del resto sacó unos centavos vendiéndolos en una casa de empeño. No tenían propiedad alguna en la ciudad, el piso en el que vivieron los últimos veinte años de su vida era alquilado, pagado por el subsidio del gobierno que apenas alcanzaba para el alquiler y los gastos necesarios. Nunca imaginó que tuvieran una propiedad en otro pueblo. Y venía a enterarse cinco años tras su expiración.

¿Qué motivo tendrían para ocultarlo? ¿Por qué no la vendieron para procurarse una mejor vida en sus últimos años?

En los siguientes párrafos de la carta encontró algunas respuestas. La primera de todas es que no era una carta personal, tampoco de ningún abogado. La carta era de Hacienda, la cual informaba que la casa pertenecía a los McGive desde hacía cuarenta y seis años. ¡Cuarenta y seis años! De creerlo. Lo más sorprendente era que los McGive habían pagado los impuestos hasta el año de su muerte.

«Eso explica el por qué vivieran en precarias condiciones», pensó. Aunque la verdad no sabía que pensar de eso. ¿Por qué pagarían los impuestos de una casa que no habitaban ni vendían?

Y ese era el motivo de la carta. Una especie de ultimátum. Explicaban que por fin habían dado con el heredero de los McGive. El punto central de la carta era que: o se pagaban los impuestos pendientes de los últimos cinco años, o Hacienda procedería a subastar la propiedad.

Fue el momento en el que tomó la decisión. Días, semanas después se preguntaría por qué actuó de forma tan precipitada. Lo curioso es que ni siquiera elucubró sobre la decisión que tomó, no pensó en los pros y en los contra. A medida que los días en la nueva casa se sucedían, pensaría cada vez más que esa decisión precipitada no la tomó solamente él. ¡Llegaría a creer que algo lo había estado llamando!

Y es que ese día, en el sofá, una media hora después de terminar de leer la carta de Hacienda, tomó una decisión que definiría su destino.

De pronto se sintió asqueado de la ciudad en que vivía, de su empleo malogrado, de su economía mediocre, de su vida amorosa inexistente, de sus vecinos que le odiaban y que él odiaba a su vez. En ese momento resolvió dejarlo todo en esa ciudad, vender su pequeña casa en aquel barrio de poca monta, dejar atrás aquel ambiente caótico y mezquino, aquel aire viciado, las largas filas en el tráfico, los gritos de conductores que no vería nunca más, en resumen decidió dejar atrás cuarenta años de vida en la ciudad.

Era una decisión que no tenía vuelta atrás.

*******
Una semana después de recibida la carta de Hacienda, Esteban tomó el bus que lo llevaría al pueblo donde le esperaba su nueva casa. Pensó esto con cierta ironía y es que, aunque para él era nueva, era consciente de que la casa sería vieja.

Fue cuando descruzó los brazos y se irguió en el sillón del bus, era el primer momento de crarividencia que tenía tras la semana de somnolencia a causa del trajín en el que se vio arrastrado para vender la casita de la ciudad, pertenencias y liberar la nueva casa de Hacienda.
¡La casa era muy vieja! ¿Por qué no había pensado en ello?

Y de pronto tuvo miedo, un miedo real y probable a que la casa fuera solamente un montón de escombros sin ningún valor. ¿Había despilfarrado sus escasos recursos para pagar una deuda que no era suya por una casa que tampoco había sido suya sino hasta hace dos días cuando finiquitó el asunto de la deuda?, ¿había despilfarrado su dinero por algo que ya no valía?

Presa de esos nuevos temores apenas se fijó en el paisaje campestre que desfilaba por las ventanillas del bus y pasó el resto del viaje en una especie de duermevela fraguado por la preocupación.

Llegó a la estación a eso de las dos de la tarde tras un viaje de tres horas. «Menos mal», pensó. Iba a tener varias horas de luz para estudiar la casa y sacar las conclusiones de si la había cagado en su vida o todavía era posible un nuevo comienzo en ese pueblo que nunca había visitado con anterioridad.

No llevaba mucho equipaje: dos maletas con ropa y algunos artículos personales. Se había deshecho de todo lo demás. En verdad que venía para iniciar de cero. «Claro, como si fuera un veinteañero con toda la vida por delante».

Un taxi lo llevó a la dirección que le indicó. Se relajó cuando el chófer le dijo que era un barrio decente ese al que lo llevaba.

―Es un sitio muy tranquilo ―le dijo cuando Esteban le preguntó con respecto a la zona―. La mayoría de sus residentes pertenecen a la clase media y son gente decente. ¿Tiene familia allí?

―Tengo una casa allí pero nunca vine antes.

El taxista soltó una risa con sorna, como pensando que le tomaban el pelo.

―Espere ¿me está diciendo que compró una casa y nunca vino a verla?

―Es una herencia.

―Oh, eso explica todo. Mire, ya estamos llegando. Según la dirección, la casa debe ser esa. Sí, es esa, los taxistas no nos equivocamos con las direcciones, señor.

Esteban miró la casa frente a la cual aparcó el taxi con una mezcla de miedo y preocupación.

Lo que vio no lo decepcionó del todo. La casa era grande, de dos plantas, con un porche al que se accedía tras subir tres escalones de madera. Era vieja, y desde luego estaba descuidada, se adivinaban manchas de salitre y humedad en el primer metro de pared y las enredaderas se adherían por distintos puntos, pero nada que la mano del hombre no pudiera remediar.

Pagó al taxista y bajó con una gran sonrisa. Había acertado. La casa valía los sacrificios que hizo y le gustaba el vecindario. Su suerte por fin empezaba a mejorar.

―Es una bonita casa ―dijo el taxista mientras dejaba las maletas en la acera―. ¿A quiénes perteneció?

―A los McGive. Esta es la casa McGive. Era de mis padres.

Continuará...

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