La casa sobre la colina (II)

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―¡Tomás! ―Balbució. No porque le hubiera cogido cariño al ave, sino por la revelación de que alguien se metió a robar a su casa.

«¡Robar un loro! ¿Quién carajos hace eso?»

―¿Tomás? ―Llamó más fuerte con la esperanza de que el pajarraco respondiera con la retahíla de “Andrés, Andrés”―. ¿Tomás? ―Repitió.

A lo lejos su voz rebotó en alguna pared y escuchó el débil eco de su llamado. En ocasiones ocurría eso, aunque no a menudo. Escuchar su propia voz como un siseo le erizaba los vellos. Aunque esta vez era un poco diferente.

Buscó en la sala, en la cocina, en el cuarto de baño, en el almacén. Tomás no apareció. La conclusión era evidente, alguien se había metido a robar. ¿Pero quién se roba únicamente un loro? Bueno, era cierto que la casa no era prodiga en artículos de lujo, pero algo más seguro podrían coger para sacar algún dinerito.

«¿La familia de mi mujer?»

Al otro lado de la carretera que iba de San José a San Andrés había una casa un poco más grande que la suya, en ella vivía un hermano de Ana Leticia, precisamente el que los presentó hacía diez años. Vivían allí el hermano de Ana, su esposa y sus dos hijos. ¿Podría alguno de ellos haber notado que tenía un loro y lo robaron? No era descabellado pensarlo, era probable que Ana Leticia les dejara la copia de su llave, pues de otro modo no creía que hubiesen entrado, ni puertas ni ventanas tenían indicios de haber sido forzadas.

Era domingo, día sin trabajo. Por lo general eran los peores días, pues tenía todo el tiempo para sentirse fatal. De manera que, antes de sentarse en algún rincón y pasar el día sintiéndose mal, decidió ir a casa de su cuñado (¿o debería decir excuñado aun cuando el divorcio no se había concretado?) y preguntar.

Eran las nueve de la mañana y una pequeña capa de neblina persistía en las zonas más bajas. Arriba, el cielo presentaba tonalidades plomizas. «Un cielo lúgubre, tal como mi ánimo». El viento era débil y frío, algo poco usual en las riberas del Petén Itzá.

Esperó que pasara un bus de transporte público antes de cruzar la calle. Su cuñado, Arnoldo, un hombre que ya pasaba de los cuarenta, estaba sentado en el corredor con un ejemplar de Prensa Libre en el regazo y una humeante taza de café en una mesita. Alzó la vista y le sonrió con franqueza. Andrés le devolvió la sonrisa. Eran amigos, sin importar que pronto dejarían de ser cuñados, aunque se veían poco a pesar de ser vecinos.

Después de una charla insustancial que duró cinco minutos, preguntó si había visto un loro por allí. No se atrevió a mencionar que había pensado que uno de esa casa lo había robado.

―Ni siquiera sabía que tenías un perico ―dijo su cuñado―. Pero deja que le pregunte a los demás.

Nadie sabía que tenía un loro por mascota.

―Si se escapó, es poco probable que lo encuentres ―apuntó Arnoldo.

Andrés no pudo menos que darle la razón. La casa más cercana estaba al menos a quinientos metros, lo demás era un manto espeso de árboles, arbustos, lianas, malezas y barrancos. Encontrar un loro verde entre una capa de verde era casi imposible. Bueno, le diría a Alfredo que dejó la jaula abierta y el loro escapó. El lado bueno era que se había librado del irritante pajarraco. El lado inquietante…

Se despidió de Arnoldo y regresó a casa. Se rascó la cabeza mientras cruzaba la calle, mientras en su mente se repetía la imagen de la jaula abierta, con los barrotes doblados. ¿Quién era el responsable? Desde luego Tomás no.

Al volver a casa se quedó de pie en la puerta, observando la sala, tratando de dar con algo que se le hubiera pasado por alto. La jaulita colgaba del gancho junto a la ventana. Tomás estaba el interior.

―¡Tomás, Tomás! ―coreó el loro.

Al principio no lo entendió bien. Tuvo un shock que duró unos cinco segundos. Hasta que la realidad penetró en su subconsciente como una serpiente gélida. ¡Tomás estaba allí! ¿Cómo?

―¡T-tomás! ―tartamudeó―. ¿De verdad estás en tu jaula Tomás?

―Tomás, Tomás. Andrés, Cocoliso
.
Se acercó con cautela a la jaula del ave. Los barrotes, antes abiertos habían sido cerrados, aunque no con la perfección que traían de fábrica, sino que estaban torcidos, clara evidencia de que no eran ficciones suyas. Alguien había sacado al loro en la noche y lo había devuelto. El pensamiento hizo que los pelos de Andrés se erizaran de espanto.

―¿Cómo volviste? ¿Quién te raptó y te devolvió?

―Cocoliso. Pelón. Andrés. Andrés.

―Claro, y yo esperando que me respondieras. ¡Qué idiota debo parecer hablando con un loro!

Inspeccionó de nuevo la sala en búsqueda de algún indicio que le ayudara a resolver el enigma del loro que desaparece y aparece. Casi sonrió por pensar de tal forma, pero estaba demasiado impresionado para esbozar una mueca.

Su vista recorrió todo de nuevo. Los sillones, el mueble de la televisión, el librero, el estante con fotografías y cachivaches. Fue esa nueva inspección lo que lo llevó a percatarse de las extrañas marcas en el piso. «¿Qué rayos?» Se agachó y pasó el dedo por una de las marcas. En una primera impresión había pensado que se trataba de saliva, pero al tacto era más consistente, como película gelatinosa. El asco lo invadió y a duras penas logró contener las arcadas.

Contó tres surcos, y junto a estos, otros tres. Con la diferencia de que los segundos se habían solidificado. Despegó una parte, y le pareció que era como despegar cinta adhesiva. «Los tres gelatinosos son recientes, los otros no. Los surcos que lo raptaron y los surcos que lo devolvieron, más recientes. ¡Dios mío! ¿Qué significa? ¿Qué clase de persona o criatura hace esto?»

Miró al loro con el rostro desencajado por las dudas y el temor. El loro también lo miraba, con sus ojillos negros y amarillos, como sopesándolo. ¿Qué clase de ser era el pajarraco?

―¿L-lo H-ic-ciste tú? ―preguntó― ¿Tú mismo te raptaste?

El loro lo miró, con inteligencia, juraría Andrés Jesús, con conocimiento de lo que preguntaba. Tras un largo minuto el loro pronunció dos palabras que hicieron que Andrés se quebrara.

―¡Arlene, Arlene!

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