Cena de año nuevo (I)

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Samwell Dawson llegó a Villa Lago un lunes 16 de diciembre, una semana antes de navidad y a dos de año nuevo.

Era una mañana típica de diciembre, en la que hacía un frío soportable con un simple suéter o simplemente con camisa si eras osado. El sol era un disco amarillento a la mitad de su recorrido hacia el cénit, con lo que el clima era más soportable todavía y una suave brisa mecía las copas de los árboles y arrastraba hojas de tonalidades rojizas por la vieja calzada adoquinada. En el lago, en las lindes del pueblo, pequeñas olas recorrían la superficie verdosa y mecía las barcas de los pescadores.

Los niños, poco acostumbrados a mirar un carruaje como aquel, salieron de sus casas por decenas y siguieron el traqueteo del armatoste en el corto recorrido desde su ingreso en el pueblo hasta la casa que hacía de sede del alcalde de la villa, ubicada a un costado de la plaza central del poblado, donde un pino de siete metros ya había sido dispuesto en su base central y adornado de figurillas y borlas de colores. El árbol, que se mecía tenuemente y colocado una semana antes, era testigo de que el pueblo ya estaba inmerso en el ambiente navideño.

El cochero, un hombre de larga barba que ya mostraba muchas canas, detuvo el carruaje frente a la casa del alcalde. Los niños, pensando que la diversión había terminado, dieron media vuelta para regresar a sus casas, pero la voz del cochero los detuvo.

―¿A dónde vais mis queridos niños? ―preguntó con vozarrón el cochero poniéndose de pie en el pescante. Dos de los cuatro bueyes volvieron a mirar al cochero y casi pareció que sus ojos brillaban contentos―. ¿Creísteis que tanto esfuerzo no tendría recompensa? Dejadme decirles que estáis equivocados. Pero ¿a qué esperáis?, acercaos, acercaos.

Los críos se miraron entre sí, sorprendidos por las palabras del desconocido, empezando a darse cuenta de que el cochero no era un simple conductor de bueyes, sino el mismo dueño del carruaje.

Efectivamente, el hombre de larga barba grisácea y cabello entrecano no era otro que el mismo Samwell Dawson. Su rostro curtido por el viento era afable y carismático y cuando sonrió, los niños decidieron que Samwell era un buen tipo.

―Acercaos, acercaos ―repitió.

Samwell bajó de un salto del pescante, rodeó su largo carruaje de lona color crema (que en otros tiempos fue blanca) y subió por la parte de atrás. Un minuto después volvió con una cesta de mimbre en un brazo. Los niños observaron maravillados que la cesta estaba repleta de dulces de una decena de formas y colores. Toda reticencia desapareció.

―Venid, venid ―empezó a repartir un puñado a cada niño― hay para todos, y si no alcanzan ya veremos. Pero venid, que no muerdo.

La gritería y alegría de los niños alertó a las matronas que vivían cerca de la plaza. Las más reticentes se asomaron a las ventanas para averiguar el origen de aquel barullo y el resto se asomó directamente a la plaza. Y así lo encontró Percival, el alcalde del pueblo, repartiendo los últimos puñados de dulces a los últimos niños. Curiosamente la cesta rindió lo justo.

―Usted debe ser Samwell Dawson ―señaló el alcalde.

―De que lo soy, lo soy, pero me dejo llamar simplemente Sam ―repuso Samwell.

―Perfecto, soy el alcalde Percival Jones ―dijo su interlocutor.

Hubo un apretón de manos entre los caballeros.

―Mire, qué bien. Y bien ¿dónde está mi casa?

―Cerca del lago, justo como lo pidió ―respondió Percival―. Un lugar tranquilo para pasar una agradable temporada lejos del bullicio de las grandes ciudades y pueda por fin terminar ese libro que dijo estar escribiendo.

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