El hombre sin rostro (III)

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Compramos la estufa y un refrigerador; un nuevo ropero porque el que tenía en casa ya estaba muy viejo; un mueble y un comedor de dos personas para la cocina; un televisor y una mesa para ponerlo, si compraba el mueble que me gustaba no iba a quedarme para los gastos del mes. Quizá con mi primera paga. Puede que derrocháramos un poco, pero tanto mi madre como yo teníamos la certeza de que mi nuevo empleo sería duradero y sólo pensábamos en la posibilidad de ascender en la empresa, nunca de salir. Después de todo, siempre fui de los mejores en mi carrera.

Madre soltó algo de la tensión que le provoqué con mis preguntas. Pero la conocía de toda la vida, así que no me engañaba: todavía se mantenía en guardia. Mi curiosidad tenía que esperar para otro día. Aunque, lo confieso, todavía tenía esperanzas de que llegando al apartamento surgiera la oportunidad para insistir en el tema.

Ella no conocía el apartamento que había escogido. Habíamos discutido al respecto, pues ella quería estar conmigo para elegir mi nuevo hogar, pero al final la convencí de que esa decisión me competía por entero a mí, no sin antes prometerle que la dejaría ayudarme para elegir el nuevo mobiliario con el que iniciaría esta nueva etapa de mi vida. Ese era el trato al que habíamos llegado. De manera que lo del apartamentito era una sorpresa.

Entre las muchas reacciones que esperaba al conocerlo, la que al final obtuve no encajaba con ninguna de las que había presupuesto. Esperaba una de: ¡Ay, hijo, qué bonito lugar!, o una peor: ¡Qué lugar tan chico, sentirás claustrofobia!, quizá: ¡Yo te habría encontrado algo mejor por el mismo importe!

Pero su reacción, sino fue de sorpresa, seguro que fue de espanto, y ese miedo también se me contagió, sobretodo en forma de dudas. Su reacción podría decir, rememorando a uno de los grandes autores latinos, el gran Gabriel García Márquez y su Crónicas de una Muerte Anunciada, fue la de: Crónicas de una Reacción Anunciada.

Y es que así fue. Antes de llegar a mi edificio ya sabía que su reacción sería de algo desagradable. Llegué a esta conclusión por los gestos, su cambio de humor y ese brillo en sus ojos que pasaba de la impaciencia por conocer mi nuevo hogar al espanto. Sus ojos, desde la cabina del camión que transportaba nuestras adquisiciones, se desviaban a uno y otro lado y en ellos brillaba la chispa del reconocimiento. Pero no era un reconocimiento grato o nostálgico, sino uno de absoluto terror.

―¿No me digas que estás viviendo por aquí? ―dijo, y en su voz noté la desesperación porque mi respuesta aplacara sus temores.

―Ya verás, madre ―respondí, sin soltar nada en concreto.

―¡Oh!

No dijo nada más hasta el final de nuestro trayecto, pero era notorio que conocía muy bien esas calles y los recuerdos que le evocaban no eran nada gratos. Notando su nerviosismo y el grado que alcanzaba el miedo en ella, yo también me vi contagiado de esas emociones y me pregunté si no había cometido una estupidez yéndome a vivir por esos lares. Pero luego concluí que era mi vida, y que yo decidía donde vivir y por más objeciones que pusiera, no me haría cambiar de vivienda.

De manera que, al aparcar el camión frente a mi edificio, su reacción ya no fue una sorpresa para mí, pero no por ello me conmocionó menos.

―Aquí es donde vivo ―anuncié, procurando que mi voz sonara segura.

Ella se había llevado las manos al rostro y su boca se abrió en una expresión muda de terror, y, esto fue lo que más me aterró, estoy seguro de que, si no le aparto las manos del rostro, se lo habría rasgado con las uñas.

―¿A que es un lugar bonito? ―pregunté, más por hablar que por esperar una respuesta positiva.

―¿Se encuentra usted bien? ―preguntó a su vez el chófer del camión con quien compartíamos cabina.

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