El hombre sin rostro (IV)

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Fue una noche agotadora. La risa y el rostro, a veces en llamas, a veces envuelto en la oscuridad que proyectaba la capucha, venían a mí de manera constante, provocándome horribles pesadillas que me hacían despertar sudoroso en medio de grandes gritos. Absurdamente me encontré pensando que ojalá las paredes fueran gruesas para que los vecinos no me escucharan gritar. ¿Qué pensarían de su vecino gritón y niñata? Y digo absurdamente porque lo que de verdad me tenía que preocupar era la figura del hombre sin rostro y porqué de su acoso.

Por la madrugada por fin logré conciliar una hora de sueño sin pesadillas, que no fueron suficientes para reponerme del cansancio. No obstante, había aplacado lo suficiente mis temores como para plantear que todo había sido producto de mis pesadillas.

Durante la noche había decidido llamar a mi madre para contarle lo ocurrido, y preguntarle si tenía que ver con su insistencia de que me mudara a otro sitio, pero desperté corto de tiempo por lo que tuve que darme prisa si no quería llegar tarde a mi primer día de trabajo.

El trabajo ayudó a distraerme. No negaré que por momentos me abstraía en el horrible recuerdo de la noche anterior, pero por lo general logré mantener a raya el aterrador suceso.

Regresé a casa a eso de las seis de la tarde y me encontré con la sorpresa de que el auto de mi tío estaba aparcado frente a mi edificio. Así que mi madre había traído al tío Tom para convencerme de dejar ese edificio. Sentí una mezcla de alivio y rabia, pues en serio estaba considerando seguir sus directrices e irme a otro lado. La rabia era porque a pesar de dejar el lecho quería seguir gobernándome como un crío.

En esos momentos decidí que sólo me dejaría convencer si me contaba la verdad. Por más temeraria que fuera esta actitud, decidí que me mantendría firme, sin importar la actitud de súplica que pudiera adoptar mi progenitora.

Cuando llegaba al portón de entrada, las puertas del coche de mi tío se abrieron y por ellas salieron mi madre y su hermano. Ambos presentaban semblantes serios. En las ojeras de mi madre se notaba que había dormido poco y llorado mucho. Mi primer impulso fue el de correr, abrazarla y asegurarle que todo estaba bien, pero me había marcado una pauta de conducta e iba a seguirla.

―Vamos a tu vivienda ―dijo mi madre, que, por sus reservas, intuí que también moría por correr a abrazarme.

―Vamos.

―Estuviste tomando ―fue lo primero que dijo al entrar al apartamento.

Por las prisas de la mañana se me había olvidado hacer limpieza. Sobre la mesita había cuatro latas y una quinta estaba en el suelo, con el líquido pegajoso adherido al suelo. El olor no era agradable. Me recordó al olor que expedía la aparición de la noche anterior y por un momento temí que estuviera allí, esperándome. Pero sólo era la lata reventada de la noche anterior.

Me encogí de hombros.

―No podía dormir ―mentí.

―Eso es porque este no es un lugar para ti ―atacó mi madre tomándome la palabra.

―Dime por qué no lo es, entonces ―repliqué―. Y no quiero evasivas ni que apeles a tu condición de madre. Cuéntame por qué debo irme y prometo que te obedeceré.

Vi sus ojos ensancharse de esperanza, y yo creí que iba contarme eso que tan celosamente guardaba. Y así hizo. Antes de hablar miró a mi tío, como buscando apoyo y complicidad.

―Antes vivió una hermana mía en estos mismos apartamentos ―comenzó―, tu tía. Fue ella la primera en acogernos, aunque de mala gana, cuando tu padre nos abandonó y quedamos sin un techo bajo el cual vivir. Nos permitió quedarnos aquí, sólo hasta que yo encontrara algún trabajo.

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