La enfermera (III)

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Mamá fue atenta al principio, o al menos lo intentó, eso no se lo voy a reprochar. Se levantaba a las 5:30 de la mañana, preparaba el desayuno y preguntaba a Lizie si necesitaba algo, como evacuar alguna necesidad o desayunar. Eso me dejaba tiempo para ducharme y desayunar.

Los primeros días fue bien. Lizie se mostraba receptiva con nuestra progenitora, permitía que ella le diera de comer, le diera las píldoras de rigor y evacuaba sus necesidades. De modo que por las mañanas apenas tenía que hacer. Pasaba esas horas con ella o viendo televisión a bajo volumen en la salita (antes de que mamá la vendiera cuando su sueldo se hizo insuficiente) para poder escuchar si ella me requería. Al medio día le daba almuerzo y por la tarde le daba un baño.

Se puede decir que durante unos días se estableció una especie de rutina que si bien no era placentera tampoco era agobiante. Mamá se ocupaba de Lizie por las mañanas y durante la noche. Yo me quedaba a cargo de la paciente durante el día, y no era mucho lo que había que hacer. Mi terror ante la llegada de las vacaciones no parecía justificado hasta esos momentos.

Además de ver televisión también ocupaba muchas horas en leer en mi cuarto, que como ya dije anteriormente, quedaba junto a la habitación de Lizie. Fue así como escuché algo que me haría tener pesadillas.

Al principio escuché la tenue vos de mi hermanita. Pensé que me llamaba, que necesitaba de mí, pero adormilada como estaba por las horas continuas que llevaba leyendo, lo que hice fue pegarme a la pared y escuchar.

―No, no… ella me ama ―era la voz de Lizie, asustada.

―¡Oh nena! ¿No ves que ellas te tienen así? ―La voz que dijo esto era profunda y siseante, hablaba de forma pausada, como si saboreara cada palabra, cada sílaba. La voz era a todas luces maligna.

―Estoy enferma ¿no lo ves?, nadie podría hacerme algo así a voluntad. ―La voz de Lizie era entrecortada, asustada e insegura.

―Claro que pueden, y lo hicieron. Te maldijeron, porque tú no debías nacer…

Desperté de la somnolencia en que estaba sumida y corrí al cuarto de Lizie, más curiosa que asustada. Abrí la puerta de un empellón. Lizie estaba sentada en el borde de la cama, la sobresalté tanto que la pobre dio un salto y se inclinó hacia adelante. Juro que corrí como una bala para evitar que cayera. No lo logré, pero pude tirarme al piso para que cayera sobre mí y no sobre el duro cemento. Aun así, el grito que dio fue de un dolor tremendo.

―Lo siento, lo siento… ―balbuceé una y otra vez, consciente de que la abrupta forma en que abrí la puerta era la causa de todo aquello.

También era consciente de los huesos que sobresalían en su piel y se clavaban en mis costillas y vientre. Horrorizada pensé que a pesar de mi esfuerzo se había roto alguno. Luché durante largos minutos para devolverla a la cama. Pesada apenas nada, pero tuve que moverla con tiento, a pesar de lo cual nunca dejó de gemir de dolor. Cuando lo tuve tendida en la cama, la palpé de forma desesperada y ella me dio un manotazo, sí es que puedo llamarle así a su torpe movimiento de manos.

Entendí que quería estar sola y me retiré sin dejar de repetir cuánto lo sentía. Por el susto y sentimiento de culpa, incluso se me olvidó preguntarle con quién hablaba, aunque es claro que no hablaba con nadie pues en la habitación sólo encontré a Lizie. Puede que leyendo cayera en un duermevela y haya soñado la extraña voz. De todas formas, en esos momentos lo que me preocupaba era que mamá no se enterara de la caída de Lizie, si ella se lo decía, me iba acarrear una buena reprimenda. Decidí que a partir de ese momento iba estar más pendiente de mi hermana.

No le contó a mamá lo de la caída. Como compensación empezó a castigarme. ¿Cómo lo hizo?, de una manera muy sencilla, hizo lo mismo que cuando la cuidaba la señora Zoraida. Se despertaba tarde adrede, estoy segura, y cuando mamá la movía para espabilarla sólo tomaba las pastillas y negaba tener hambre u otra necesidad.

Al marcharse mamá al trabajo, apenas después de arrancar el coche, oía su voz, suave y aguda, casi cantarina. A la semana de oír la misma voz caí en la cuenta que era muy similar a aquella voz que provocó el accidente. La única diferencia estribaba en que la una era aguda y la otra grave. 

―¡A-liii, A-lii-ciaaaa! ―Alargaba las silabas, no todas, pero siempre las de mi nombre y únicamente cuando me llamaba―. ¡Ohh Aaa-liii-ciaaa! Tengo hambre.

Mis peores temores acerca de la llegada de las vacaciones se tornaron realidad. Empezó la tortura. Fue cuando dejé de querer a mi hermana, sustituyendo el amor fraternal por el odio. Lo sé, no estuvo bien, pero llegué a odiarla. A ella y a mi madre. 

Empezó reservando todas las tareas para mí. No sólo las reservaba, sino que las convertía en una auténtica pesadilla. Volvió a su costumbre de negarse a comer alegando fuertes dolores; volvió a escupirme restos de comida al rostro; adoptó la costumbre de vomitar; empezó a hacerse pis en la cama, sin avisarme para llevarla siquiera a la bacinica.

Y siempre me llamaba: que la almohada no estaba bien, que estaba incómoda, que el aire de la ventana abierta era muy fuerte y que la cerrara, que hacía mucho calor y abriera la ventana, y un largo etcétera. He de admitir que tenía una fuerte voluntad, pues si yo me cansaba llevando a la práctica sus peticiones, también era cierto que ella se agotaba haciéndolas.

Lo peor de todo era que a veces la descubría mirándome divertida mientras me hacía dar vueltas en su habitación. Si aún tenía dudas de que aquello lo hacía con intención, esa sonrisa (horrible por la forma en que su boca empezaba a torcerse, de manera muy similar a mi pesadilla) era la confirmación.

La confirmación última de que lo hacía sólo para fastidiarme llegó al séptimo día desde que se cayera de la cama. Le pregunté a mamá por qué Lizie se había vuelto tan difícil.

―¿A qué te refieres? ―preguntó ella, cauta.

―Por ejemplo, que escupe la comida cuando una se la da.

Mamá era la encargada de darle la cena, y eso sí que no podía posponerlo Lizie para que me tocara a mí.

―No lo hace, Alicia. Lizie come todo lo bien que cabe en alguien en su condición.

―Pero, pero… Y se hace en la cama, no avisa, has olido las sábanas y tengo que lavarlas.

―Sabía que llegaríamos a tener esta charla ―mamá parecía decepcionada―. Es obvio que los está inventando. Lizie me ha comentado que haces todo de mal talante y que a veces te niegas a cumplir ciertas tareas. Escucha mi amor, tienes que atender a tu hermana, entiende que ella está enferma y no tenemos dinero para pagar una enfermera.

―Pero, mamá, no miento, Lizie no colabora, ella…

―¡BASTA, Alicia! No sigas, te encargarás de tu hermana y punto.

―Pero…

―¡HE DICHO BASTA!

De manera que estaba a merced de Lizie.

Continuará...

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