La casa McGive (Parte II)

59 7 0
                                    

Una semana más tarde la casa McGive lucía como nueva. Esteban había trabajado como nunca. Contrató a un albañil y él mismo hizo de ayudante. Y cuando el albañil terminaba el día de faena, Esteban continuaba entregado al trabajo con una devoción impropia de él. Se compró un equipo de sonido para amenizar las largas horas de trabajo y una televisión para mirar alguna película durante sus bien merecidas noches de descanso.

Y es que para su buena fortuna, algo que constató que su estrella por fin brillaba como debía, muchos de los muebles de la casa, escondidos tras nylon y fundas de manta, aún servían. Incluso parecían nuevos. Sólo fue cuestión de airear los colchones y sofás y listo. De repente descubrió que el dinero con el que amueblaría la nueva casa ahora era un excedente. Serviría para dejar la casa como nueva y todavía sobraría. Dejar la ciudad, hasta el momento, parecía la mejor idea que nunca se le había ocurrido.

Mientras el equipo de sonido alejaba el silencio de la casa transmitiendo la programación de radios locales y repetidoras, Esteban y el albañil (que era el que sabía de estucos, de madera podrida, y secciones que debían subsanar) se afanaban en la reparación de la casa.

El primer día de trabajo, mientras el maestro hacía un análisis de los daños de la casa, Esteban empezó a descubrir los muebles, hasta que el albañil le dijo que lo dejara todo cubierto o podrían dañarse durante las reparaciones, de modo que Esteban empezó a tapar todo de nuevo. Fue cuando una cabeza se asomó a la ventana de la sala gritando un “Hola”. El sobresalto fue tal que el maestro dejó caer la tablilla con las hojas donde hacía sus apuntes y Esteban rasgó la cubierta de un sillón.

―Lo siento, lo siento ―se disculpó el hombre.

―¿Quién es usted? ―preguntó Esteban un poco molesto y a la vez avergonzado por el brinco que dio, pero la hosquedad se debía más a la larga sucesión de malos vecinos durante su vida que al sobresalto.

―Mi nombre en Ryan Raymond, pero no me vaya a llamar R. R como hacían con mi padre, y soy el dueño de la casa de enfrente.

«Ryan Raymond, vaya nombre más curioso y ridículo. ¿Y quién rayos iba querer llamarlo R.R.?».

―Soy Esteban McGive ―saludó yendo hasta la ventana para darle la mano a R.R. Era su vecino, y como la buena suerte empezaba a sonreírle, puede que también le trajera vecinos afables, por lo que él también tenía que mostrarse colaborador―, el propietario de la casa. Y el maestro se llama Robin, me ayuda con la reparación.

El aludido saludó con la mano desde la distancia y continuó con su trabajo.

―McGive ¿eh? ―sopesó R.R.― Me suena de algún lado ese apellido, pero no estoy seguro.

―Quizá haya algún McGive por acá ―aventuró Esteban, a quien no le emocionaba descubrir que tenía familia por allí, pero podría ser algo interesante.

―No lo creo, McGive es un apellido bastante particular y conozco la mayoría de apellidos de la calle.

―Y McGive no aparece en su lista.

―Usted lo ha dicho, amigo. De todas formas no importa. ¿Viene usted sólo a darle mantenimiento a la casa o por fin alguien decidió mudarse? Tengo decenios de vivir frente a su casa, amigo, y nunca vi un inquilino por aquí.

―¿Ah sí? Pues la casa me parece estar en buen estado para estar abandonada tanto tiempo. ¿Cuántos decenios dice?

―Cuatro.

―¡Cuarenta años! ―Se sorprendió Esteban. Para ese tiempo sin que nadie la ocupara, tendría que haberse estado cayendo a pedazos―. Francamente no lo parece.

Historias de terror ✔ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora