La enfermera (I)

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La enfermedad de Lizie empezó unos dos años atrás, o al menos fue cuando se hizo evidente que estaba enferma. Mamá dice que es una enfermedad. En sus charlas con los doctores he oído mencionar ostras y a un tal Paget. Cuando tenía diez años pensé que había enfermado porque ese Paget le dio ostras. Después entendí que ambas son enfermedades, o quizá una misma, no lo sé con certeza. 

Mamá dice que es una enfermedad. Y yo antes creía que lo que decía mamá era verdad absoluta. Pero ahora sé que las madres no son perfectas. Algunas, menos que otras.

Digo lo anterior porque en cierta ocasión escuché a Lucía (la vecina) decirle a otra vecina que lo que pasaba con Lizie no era una enfermedad.

―Pero ¿qué dices?, ¿la has visto últimamente? Porque a lo que es a mí ya no me deja ni asomarme al patio, por eso que pasó la última vez. Pero es que cómo no iba a arrugar la nariz si la muchacha se cagó justo cuando yo entraba.

―Ya no deja entrar a nadie ―agregó Lucía―. Panchita me contó que le cerró la puerta en las narices una vez que llevaba galletas. Que es que su hija no era fenómeno de circo y cosas así.

―Ya. ¿Y por qué dices que no es una enfermedad?

―Es una maldición, por el libertinaje de la madre.

―¡Ah, eso! Algo he oído, pero ¿qué tiene que ver?

―Lo tiene que ver todo. Sabemos que engañaba a su esposo con cualquier fulano desde hace mucho, cuando el pobre de Ovando lo supo, no lo soportó y se lanzó por aquel risco con su auto.

―Pero eso fue un accidente.

―O pudo ser un asesinato, puede que convenido con uno de sus fulanos ―apuntó Lucía.

―Pero Silvia no ha tenido otro esposo.

―Pero sí muchos amantes. Pero eso no importa ahora, lo que te digo es que la chica no debe ser hija de Ovando. Y por eso el esposo muerto la dejó maldita. Por eso está como está.

―¿Por qué no maldecir a la esposa, que era la libertina?

―¿Quién conoce la mente de los hombres? O a lo mejor después de la hija ilegítima sigue la madre. Aunque pensándolo bien, la hija enferma debe ser su maldición. ¿No viste que se estaba convirtiendo en un monstruo? Y ahora debe estar peor.

Incapaz de seguir escuchando, salí de los rosales. Estaba llorando por todo lo malo que dijeron de mamá y por llamar a Lizie monstruo. Recuerdo haberles dicho que eran malas mujeres y correr llorando a la casa.

―¡Dios santo, nos escuchó!

―¿Y qué?, es sólo una mocosa. ―Incluso imaginé a la fea de Lucía fruncir la boca con desdén.

―Le dirá a Silvia.

Ya no escuché qué más dijeron. Tampoco le dije nada a mamá. No creía las cosas feas que dijeron de ella. Nada era verdad.

Empecé a pensar diferente y a otorgar cierto crédito a lo dicho por las vecinas brujas cierta noche que, no pudiendo conciliar el sueño, escuché un auto detenerse frente a nuestra casa. Me asomé a la ventana y vi a mamá despedirse de beso de un hombre. ¡Mamá tenía un amante! Aun así me negaba a creer que todo lo malo dicho de ella fuera cierto. La mañana antes de irme a la escuela le pregunté si pensaba casarse de nuevo.

―¿Pero qué cosas dices, Alicia? Ahora mismo no estoy para pensar en hombres. Todo mi tiempo es para ti y para tu hermana.

Cuando Lizie empezó a necesitar más cuidados a medida que la enfermedad se agravaba, se hizo habitual que mi madre me dejara a cargo de la paciente. Las tareas que me correspondían en el papel de pequeña enfermera era darle su medicina a Lizie, principalmente píldoras para el dolor y otras que llevaban impreso un nombre que nunca pude pronunciar bien: “bisfosfonatos”.

Siempre que iba a salir me llamaba y me decía:

―Tengo que salir cariño y necesito que cuides de tu hermanita. ―Porque Lizie era dos años menor que yo.

Al principio le preguntaba a dónde iba, y como siempre me salía con alguna excusa tonta, y las más de las veces únicamente reiteraba que hiciera lo que pedía, dejé de preguntar.

Se supone que papá nos había dejado algo de dinero. Pero este se nos terminó pronto porque hubo que hacer muchos exámenes y tratamientos a Lizie. Al acabarse el dinero, noté que mamá empezó a salir más a menudo. Creo que iba a trabajar para ganar algo. Nunca quiso decirme en qué trabajaba. Pero una tiene oídos.

Mientras, yo seguía haciendo de enfermera de Lizie. Al parecer, que le dijeran que no era buena madre por dejar a una niña de once años a cargo de una paciente de nueve, le traía sin cuidado como lo otro que hablaban de ella.

Llegué a odiarla por irse a trabajar de noche en “sus cosas” y dejarme a mí a cargo de mi hermana que cada vez empeoraba, a tal punto que incluso me asustaba, a mí, que la conocía de toda mi corta vida. Cierto día escuché a un profesor decir que muchas veces las personas se ven obligadas a hacer lo que hacen por necesidad, porque no tienen otra opción. Entonces entendí a mamá y la perdoné. Aunque claro, nunca le dije que la odiaba. Sólo la recibí con un abrazo y una sonrisa cierta noche y le dije que la amaba. Ella lloró.

Un mes después del episodio del abrazo nos dijo, a Lizie y a mí, que había conseguido empleo en una maquila (no sé qué es eso) y que nos mudaríamos a la casa que un pariente lejano tenía en las partes más alejadas de la ciudad y que nos prestaría por un tiempo. Yo recién había cumplido los doce, y sabía que nos íbamos a una casa prestada porque entre medicina y renta, el dinero no alcanzaba. Tampoco estaba segura que la casa fuera de algún pariente lejano.

Nos mudamos dos días después. Era una casita la mitad de grande que la primera, de una sola planta. Sólo tenía dos habitaciones, y mamá vació un cuartito apenas más grande que un armario para fabricar mi habitación. Era un poco chica, pero como apenas conservamos cosas, me iba bien.

La habitación de Lizie quedaba contigua a la mía. Y aunque la cama estaba pegada a la pared del otro extremo, por la noche la escuchaba quejarse. Sobretodo la primera noche. Después empezó a sollozar. Se me encogió el corazón. ¿Ella también era víctima de la nostalgia o lloraba sólo porque le dolía todo el cuerpo?

Un minuto más tarde escuché a mamá abrir la puerta, encendió la luz, luego el ruido del bote de las pastillas, sé que se trataba de las que son para el dolor.

―Bebe Lizie, trágatelas, te harán sentir mejor.

A pesar de saber que nos amaba, terminé pensando en lo que dijeron las vecinas, en si de verdad lo de Lizie sería culpa de mamá: una maldición como castigo por haber engañado a papá. Me enojé conmigo misma por pensar eso.

―Bebe amor, sí, así. Pronto estarás bien, lo prometo.

Lizie se sorbió los mocos y mamá no pudo reprimir un sollozo. De pronto estoy llorando también, sintiéndome miserable por pensar mal de mamá. Lloro hasta quedar dormida, igual que otras tantas noches.

Continuará...

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