La rebelión de la muerte (VII)

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Se detuvieron antes de que fuera noche cerrada. Aunque no tenían equipo de campamento, les pareció mejor opción que ir dando tumbos en la oscuridad, en aquel bosque inhóspito y lúgubre. Se acomodaron bajo la sombra de un olmo de frondosas ramas, cuyo espeso ramaje los protegería de la lluvia, en el dudoso caso de que llegara a llover. No había mucho que hacer, salvo acomodarse en el suelo, comer algo y después tratar de conciliar algo de sueño.

Jaime hizo la primera guardia.

Ricardo se tiró sobre la capa de hojas muertas, sin pensar en los bichos que pudiera haber debajo, y acomodó el rifle, la 9 mm, la porra y el cuchillo a un lado, cruzó los brazos atrás de la cabeza, y clavó los ojos en la nada, mientras su mente vagaba por mil regiones. No tenía sueño, tampoco quería pensar en aquella locura que estaba ocurriendo, pero su mente insistía en volver al asunto. Pensó en la causa de que los muertos se levantaran de la tumba, en por qué ocurría sólo en su Estado, y por qué, él y Jaime, que habían sido mordidos, no presentaban ningún síntoma que indicara que terminarían convirtiéndose en muertos vivientes. Nada tenía sentido. Ni siquiera entendía bien por qué había sugerido que fueran al bosque.

Un aullido extraño hendió la soledad de la noche. Instintivamente, Ricardo cogió el rifle, pero no se levantó, sino que esperó. Espero un minuto, dos minutos, cinco… el aullido (que le hacía pensar en el asesino de la enorme serpiente) no se repitió. Se relajó de nuevo, preguntándose qué demonios hacía allí, si no hubiese sido mejor dejar que Emelyn lo asesinara en el patio de su casa. De pronto se sentía muy solo. Bernard tenía a Angélica. Jaime tenía a Ana y a Bellyn. Todos eran una familia. ¿Y él que pintaba? Quizá no debería estar allí. ¿Y por qué aquél silencio en el bosque? Se preguntaba qué estaba ocurriendo en la ciudad, y en la carretera. Se preguntaba si no sería mejor volver a la interestatal para tratar de coger un coche. En auto llegarían en un pis pas a la zona fronteriza. Se preguntaba cómo le iba al gobierno con esa idea de cercar el área afectada, y si esa área afectada no había agrandado sus fronteras. Se preguntaba…

Alguien sacudió sus hombros y Ricardo se despertó lanzando manotazos, medio adormilado.

―Tranquilo, hombre ―susurró la voz de Bernard―. Es hora de que se ocupe de su guardia.

Tardó cinco segundos en recordar lo que había ocurrido, dónde estaban y por qué le despertaban. El reloj marcaba las tres menos cuarto, y un escalofrío le sacudió el cuerpo. Pronto se cumplirían veinticuatro horas desde que iniciara aquella maldita pesadilla. «Las tres de la mañana». Esa hora le producía miedo.

―¿Sin novedad? ―Preguntó mientras cogía sus armas.

―Todo silencioso ―informó Bernard―. No hemos vuelto a oír ningún aullido, ni nada que nos alarme. Parece ser que esta noche no tendremos problemas. De todas formas, estese alerta.

―Me parece bien. Ahora vaya e intente dormir algo. Yo creí que no dormiría nada, sin embargo, parece que dormí casi ocho horas como un tronco.

―No era para menos, tuvimos un día agitado. Ahora lo dejo, le haré caso e intentaré dar una cabezada.

Se fue a acurrucar junto a su anciana esposa, dejando a Ricardo solo con la noche. El bosque estaba en penumbras. Aunque había luna, el mismo dosel de ramas impedía que la luz llegara hasta el suelo. Aun así, la visión era aceptable. Distinguía los bultos de los demás durmiendo, distinguía la sombra del olmo bajo el que guarnecían y la de los demás árboles unos veinte o treinta metros a la redonda. Se puso a dar pequeños rodeos, tratando de ser sigiloso, para no perturbar el sueño de sus compañeros de aventura.

Por alguna razón, miró su reloj unos momentos después. ¡Las tres de la mañana! De pronto tuvo miedo, mucho miedo. Como respuesta a ese miedo, un aullido atronó muy cerca. Supo que la buena suerte se había acabado. Ya no estaban solos. Lo sabía, aunque no miraba nada, los sentía. Sentía el gélido aliento del miedo y sentía presencias malignas observarle desde la distancia.

El aullido volvió a hendir la noche, éste más largo y aterrador. Los demás despertaron. Bernard, que al parecer aún no se había dormido, ya estaba de pie, con las armas prestas. Apenas cesó el segundo aullido, se escuchó un ruido que Ricardo asoció a un depredador corriendo. No estaba equivocado. Un instante después, un lobo de aspecto detestable se plantó enfrente de Ricardo, que instintivamente dio un par de pasos hacia atrás. 

No veían con claridad al monstruo frente a ellos. Pero, aun así, Ricardo descubrió que el felino había perdido la mayor parte de su melena; el labio superior había desaparecido dejando al descubierto una dentadura negra y filosa. En algunas partes había perdido todo el pelo, conservado sólo piel en unos casos, y en otros, se le veía la carne negra y putrefacta. Y era grande y horrible. Bellyn se echó a llorar y Ana trató de tranquilizarla. El lobo-zombi miró hacia la niña. Bernard dio unos pasos adelante. Era un valiente ese Bernard.

―No olvide la cabeza, Ricardo ―dijo poniéndose a su lado―. La cabeza es el punto débil de esas cosas.

―Además, somos tres y él solo uno ―Jaime también se puso al lado de ellos―. Podemos con él.

Y por primera vez en mucho tiempo, Ricardo no se sintió solo.

―A por él pues ―dijo, sintiendo que el miedo remitía un poco.

Como si supiera que los tres hombres estaban a punto de disparar, el lobo-zombi se escurrió hacia atrás, desapareciendo de la vista.

―¡Qué! ―Exclamó Jaime― ¿Es que escapó?

Ricardo aún oía sus pisadas. Se movía hacia la izquierda, tratando de rodearles. «¿Desde cuándo un zombi piensa? ―se preguntó― ¿Máxime si se trata de un animal?»

El lobo apareció por la izquierda. Y se dirigía al grupo de mujeres. Ricardo fue el primero en verlo, disparó. El lobo siguió corriendo, si acertó algún disparo, no lo supo. Un instante después, escuchó repercutir la escopeta de Bernard y el arma de Jaime. El depredador tropezó, fruto de algún disparo. Pero volvió a ponerse de pie y siguió corriendo. Más bien cojeaba, tenía una pierna destrozada. Eso le dio tiempo a Ricardo para interponerse entre él y las mujeres (no sabía ni por qué lo hacía) y disparó directo a la cabeza. Su arma no era tan destructiva como la escopeta de Bernard, pero si daba en el lugar correcto, era igual de letal. Se sintió eufórico cuando su disparo penetró por la frente del animal, haciéndolo caer a pocos metros de su posición.

Bernard colocó otros cartuchos a su escopeta y fue a revisar si el lobo estaba muerto. Bueno, muerto por segunda vez.

―Excelente disparo, Ricardo ―alabó el anciano―. Parece que por fin le coge el truco.

―Más bien fue un tiro de suerte ―replicó Ricardo.

―Un muy buen tiro, en todo caso.

No hubo mucho tiempo para las felicitaciones. Hacia el oeste empezaron a oír gritos inarticulados, ruidos que Ricardo concluyó que pertenecían a zombis; no animales, sino a hombres. Los ruidos parecían acercarse a su posición.

―Los disparos los han de haber alertado ―dijo Ricardo―. Tenemos que irnos.

―Ya oyeron ―bramó Bernard―. En marcha. En marcha y rezad, rezad por vuestras vidas. 

Continuará…

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